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Domingo, 28 de septiembre de 2003
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Linterna mágica

Historia, arte, cultura.
De Aby Warburg a Carlo Ginzburg
José Emilio Burucúa

Fondo de Cultura Económica
Buenos Aires, 2003
198 págs.

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por Daniel Mundo

La obra del historiador de la cultura Aby Warburg y su destino ponen en evidencia las fuerzas que la inscripción de la historia hace entrar en colisión. Lo que practica José Emilio Burucúa en su último libro, Historia, arte, cultura. De Aby Warburg a Carlo Ginzburg, es una revelación delicada de cómo se hilan en el devenir intelectual del siglo XX la memoria de Warburg y su aparente olvido.
En vida, Aby gozó de cierta repercusión pública, y sus innovadores métodos de investigación y sus reflexiones sobre el arte tuvieron una rápida difusión continental. Su biblioteca constituyó desde la década del ‘20 un polo de atracción para todo aquel que se propusiera revisar el Renacimiento. Burucúa, por un lado, rastrea y testifica la influencia que ejerció Warburg sobre importantes historiadores de arte del siglo XX, como Panofsky, Gombrich, Francis Yates, Carlo Ginzburg, así como sobre los trabajos del toscano Carlo Del Bravo o del argentino Héctor Ciocchini, entre otros; y por otro lado, señala el influjo que tuvo sobre pensadores como Walter Benjamin o Ernst Cassirer. Burucúa analiza la obras de estos autores, y subraya así el lugar protagónico que tuvo y tendrá Aby en el campo de la historia y del pensamiento moderno.
A pesar de este protagonismo que conoció, Warburg, extrañamente, no figura como un autor clásico en el imaginario del campo de la historia, y mucho menos en el de la filosofía. En Argentina, es Burucúa uno de los pocos que se empeñan en enseñarlo y difundirlo. Así, si es cierto que se lo cita mucho (Gombrich escribió una voluminosa biografía de su vida; Ginzburg no deja de mencionarlo en casi ninguno de sus libros), sin embargo, parece ser casi un desconocido. Esto se debe, tal vez, a que su vasta obra está escrita en alemán, e incomprensiblemente no fue traducida a ningún otro idioma hasta hace muy pocos años (salvo una famosa selección y traducción al italiano de mediados de la década del ‘60), o también puede deberse a lo insólito o esotérico de su empeño. El método de historiar y argumentar warburguiano se sostiene –como afirma Burucúa– en “una lógica casi exclusivamente visual”, radicalmente otra del conocimiento logocéntrico.
Warburg trabaja con formas perceptivas elementales, un conjunto de huellas psíquicas que han sido olvidadas, y que al actualizarse, al volverse a presentar en una imagen, despiertan en el contemplador el recuerdo de experiencias primarias, ocurridas y sepultadas hace décadas o siglos, en civilizaciones cercanas o remotas. Warburg se propuso una empresa imposible: construir una historia universal que no considere las particularidades de cada civilización, o que no diferencie entre los distintos estadios de la misma civilización, sino que descubra el núcleo secreto que enlaza las diferentes civilizaciones y alimente la memoria secular del hombre. Para Warburg ese núcleo no se condensa en enunciados o palabras, se conjuga en formas e imágenes.
Hay una memoria visual o perceptiva anterior a la memoria intelectual, y más poderosa que ella, desde que está en su poder despertar o aplacar miedos originarios que desestabilizan cualquier sentimiento de calma o confianza. Para Aby, el proceso de la civilización implicaba un acrecentamiento de la capacidad humana para distanciarse de estos miedos, y para consolidar un espacio de pensamiento que alejara al hombre del mundo físico que no conseguía controlar. La magia, la religión y laciencia se encadenaban de un modo progresivo en la construcción de este espacio controlado. El arte, a su vez, podía ser esa experiencia fascinante donde la distancia racional se veía cuestionada, y los poderes de la magia renacían como último baluarte frente al miedo desatado.
A fines del siglo XIX Warburg vislumbró que este esquema se tambaleaba: “el telegrama y el teléfono destruyen el cosmos” afirmó, porque aniquilan la distancia de “devoción y reflexión” que los hombres interpusieron entre ellos y la naturaleza. La cultura científico-técnica moderna extendió de tal modo el extrañamiento del mundo y la naturaleza que lo ha suplido, como sostuvo Warburg, por “la conexión eléctrica instantánea”.
Lo valioso del legado warburguiano, en la interpretación que realiza Burucúa, consiste, entre otras cosas, en no abandonar al lector en un estado de ánimo apocalíptico. Contra toda perspectiva fatalista, Warburg enseña que tejido en la matriz cultural de Occidente hay un proyecto incumplido, vivo y olvidado, de justicia y belleza. El principio de simpatía o amor alimenta el proyecto, y actúa cada vez que el mundo humano entra en descomposición. La admiración sutil que Burucúa siente por los autores que estudia encarna este principio, e invita al lector a dejarse atrapar por él de una manera mágica y erudita.

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