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Domingo, 23 de noviembre de 2003
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Reseña

La muerte y la fórmula

Crímenes imperceptibles
Guillermo Martínez

Planeta
Buenos Aires, 2003
250 págs.

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Por Diego Fischerman

En una época en que desde el populismo se discutía a Borges por extranjerizante, Enrique Pezzoni lo defendió con una frase que, a su vez, remitía a la famosa ausencia de camellos en el Corán, enarbolada por el propio Borges como argumento en contra de la literatura gauchesca. “No sé cómo puede dudarse de la argentinidad de Borges –decía Pezzoni– si es obvio que sólo un argentino podría estar tan preocupado por parecer inglés.” La tercera novela publicada de Guillermo Martínez, reciente ganadora del Premio Planeta, es, por lo menos a primera vista, un policial inglés. La inteligencia y el análisis, más que la acción, serán los que permitan dilucidar el enigma a un argentino becado en Oxford.
La relación con el maestro –un eminente matemático que habla castellano a la perfección y que gusta citar a Borges–, igual que en su anterior La mujer del maestro, es uno de los ejes de Crímenes imperceptibles. El otro principio de la novela tiene que ver con el diálogo inevitable que establece con una de las tradiciones literarias más firmes de Argentina: las lecturas de los policiales que Borges y Bioy Casares publicaban en la colección El séptimo círculo. Pero además, en la narración hay un tono de distancia, de visión exiliada no sólo de un país sino de la misma realidad (ese tono tan afín a la mirada de un matemático, que ve al mundo como la aplicación de un modelo determinado, conocido o por conocerse) que, de tan inglés, sólo podría ser argentino.
La trama es ingeniosa y sorprendente, como debe ser, y los personajes tienen la dosis exacta de ambigüedad como para poder encarnar, por turno, el lugar de sospechosos. Como novela de género, Crímenes imperceptibles es impecable y entretenida. Pero es bastante más que eso. Su relación entre crímenes seriales y series matemáticas permite todavía una vuelta de tuerca más, allí donde se plantea la reflexión acerca de la imposibilidad de conocer la verdad –y de cómo dados tres elementos de una serie el cuarto puede ser el esperado pero, también, cualquier otro–. En ese sentido, la vida misma no aparece demasiado distinta de un problema policial, de la metáfora geométrica de Nicolás de Cusa que cita la novela o de ese reloj cerrado con el que Einstein ejemplificaba la posición de la ciencia. Podrán formularse hipótesis cada vez más sencillas y, al mismo tiempo, que expliquen más fenómenos relativos al funcionamiento del reloj, explicaba. Pero, como lo único que no podrán hacer los científicos es abrir el reloj (la realidad), jamás podrán asegurar que es ésa y no otra la manera en que efectivamente funciona el reloj.
Hay un teorema que circula por la trama del libro, el de Fermat (un nombre conveniente para algo que permanece cerrado al conocimiento) y su enigma impregna a los otros enigmas. En todo caso, lo que Martínez, como buen escritor de un policial se ocupa de explicitar es que la matemática (y en realidad cualquier clase de explicación) es siempre posterior al hecho y, por lo tanto, incapaz de anticiparlo. La otra analogía, en la magistral escena en que el mago argentino René Lavand hace una exhibición en Oxford, es con la prestidigitación. “Más luz”, reclama el mago. “Quiero que lo vean todo”, dice mientras hace, con su única mano, lo imposible. También allí, la cuestión no pasa por lo que se oculta sino por lo que se muestra. Por esa operación en la que se guía la mirada y, también, las preguntas de los hombres (“La humanidad no se plantea, históricamente, sino aquellas preguntas que puede resolver”, se cita a Marx en la novela).
La primera víctima es una anciana, jugadora de Scrabble, a quien el becario alquila su vivienda. El tema de las series (y de ese punto en el que se emparentan con la magia; donde el significado puede distraer la vista de la forma o a la inversa) resulta central para la investigación.Allí aparece la serie pitagórica, cuyo cuarto término es el tetraktys, al que el eminente Seldom (alusión al azar) compara con la disposición de los bolos al comienzo de una partida de bowling mientras que otro matemático hace mención al strike, el tiro que los derriba a todos. Junto a la anciana dama –alguna vez parte del escuadrón que, al mando del ejército británico, intentaba descifrar los códigos nazis de la máquina Enigma– vive Beth (segundo símbolo, también, de una serie: el alfabeto hebreo), cellista que odia la música e hija de quien estuvo, junto a su marido, entre los mejores amigos de Seldom, único sobreviviente del fatídico accidente en el que murieron ellos y su mujer, una argentina que había restaurado un friso asirio en el Museo Ashmolean. Precisamente el friso dedicado a El rey Nissam, guerrero infinito donde, para ocultar la escena de un crimen, el artista representa una gigantesca batalla.
No tardará en aparecer también Lorna, una enfermera lectora fanática de policiales que juega al tenis con el protagonista y más adelante se convierte en su novia, y una serie de personajes ligados tanto a la matemática como a los crímenes que comienzan a sucederse. El padre de una niña moribunda que lee De los pitagóricos a Jesús, un hospital cuyos pisos se asemejan a los círculos del infierno (el séptimo es donde comienzan los peregrinajes de los enfermos) y una serie de relaciones humanas tenues (imperceptibles, podría decirse) van tejiendo una red de explicaciones parciales que generan, a la vez, nuevos problemas. Con ese estilo explícitamente al margen de cualquier moda literaria, casi decimonónico, con el que Martínez ya había dejado su sello en los alucinados desentierros del cuento “Infierno grande” y, por supuesto, en la notable Acerca de Roderer, en esta novela –que trata, sobre todo, acerca del saber– va llevando los hilos hacia tres finales sucesivos. El primero es el que satisface a casi todo el mundo. El segundo resulta explicatorio para una persona sola, el protagonista. El tercero, apenas insinuado (nuevamente más un problema que una solución), es el que podrá contentar al lector.

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