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Domingo, 11 de enero de 2004
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Entrevista

Aguante La Lucila

Refugiado desde hace años en La Lucila, Eduardo Blaustein deja mucho que desear como “representante” del punto de vista de la Zona Norte. Con una nueva novela,
La condición K, en librerías, el periodista y escritor habla de su obra narrativa y de su experiencia periodística.

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Por Cecilia Sosa

¿K de Kafka o K de Kirchner?
–K de Kafka, obvio.
El periodista y escritor Eduardo Blaustein justifica el título de su nueva novela La condición K con la serenidad del profeta que terminó de escribir allá por 2000, cuando de los supuestos aires renovadores en la política argentina no había ni noticias. En un bar de la estación Retiro, a metros del tren que lo trae de La Lucila donde cada día confirma la operación “- ruido, + pastito”, el autor de Decíamos ayer y Cruz diablo se anima a reclamar más intensidad y menos remilgos a la nueva generación de escritores y a especular sobre un regreso (otra vez) de la mítica revista El Porteño. Un mapa de las afinidades electivas del pensador más décontracté, nac & pop y psicobolche de la cultura vernácula.
–La “condición K” es una especie de categoría pseudocientífica risible, la quimera o la revelación final que busca el protagonista en el lenguaje de una especie de hormigas depredadoras que asuela el mundo. La terminé de escribir en una casita en Punta Gorda, un pueblito uruguayo precioso al norte de Carmelo. El título ya estaba y no había ensayado muchos otros, sólo uno (repsicobolche peronista) que por suerte nunca mandé, Sobre sus ruinas, una famosa frase de Evita.
Sorprende que en esa especie de Mad Max argentino la posibilidad de la cura parezca venir desde el lugar de la ciencia.
–Yo mismo soy un poco antimáquina, pero para escribir la novela no tuve esa mirada externa sobre la crisis de los paradigmas. Construí personajes y oficios según la necesidad de la trama. Pero sí puede ocurrir que esté criticando la categoría científica como la madre de todas las respuestas. Este hombre fracasa en todas sus grandes preguntas existenciales y en esa especie de caída en dominó se abre el sinsentido, el caos, el absurdo. Preguntas religiosas no hago, salvo en chiste.
El libro vuelve desde la ficción al interior de una redacción periodística, un territorio que ya había documentado en Decíamos ayer.
–Soy todos esos pedazos juntos asociados o escindidos. En Decíamos ayer lo que trataba era hacer imaginar al lector cómo podía ser la redacción de La Opinión en las vísperas del golpe poniendo en escena las relaciones entre gente que yo conocía. En la novela hay una redacción más contemporánea, es un medio relativamente pedorro, banal.
¿Alguna inspiración en particular?
–La asimilación más inmediata es Gente, pero no es Gente exactamente, más bien algún híbrido sumado a alguna experiencia no del todo gratificante en algún semanario por donde pasé. Pero sí tiene que ver con cierto dolor por lo que son los productos periodísticos hoy. Con buenos argumentos, Página/12 trató de incorporar ciertas temáticas que parecían frívolas con una mirada crítica. Pero en ese desafío podés terminar sumándote a la pavada. Eso les pasó a muchos medios y, por su puesto y de manera espantosa, a la televisión.
¿Reconoce en la novela alguna tradición paranoica, ligada a Piglia?
–Sé que corro el riesgo de pedantería, pero me siento muy mío, si se subraya la precariedad de ese ser muy mío. Tengo 46 años y soy parte de ese furgón de cola de la generación de los ’70, una especie de sandwich entre ustedes y los viejitos de los ’70. Si a eso le sumás rock, contracultura y una personalidad un tanto extraña, terminás ubicado en un lugar raro. Respecto de influencias, soy muy disperso y puedo reivindicar una serie de pavadas sin parentesco entre sí.
A ver...
–Reivindico mis lecturas infantiles de la colección Robin Hood, Julio Verne, Emilio Salgari y cosas así. Extrañamente, cuando escribo o cuando leo busco esa intensidad, ese nivel de asombro. Sigo leyendo con placer la literatura inglesa de fines de siglo XIX, Conrad, Stevenson, Wilde. ¡Conrad, ídolo! También leí mucha ciencia ficción desde el principio de la adolescencia hasta hace 10 o 15 años. De literatura argentina me gustan mucho los provocones. Me gusta Fogwill, me gusta Laiseca, aunque más desparejo, más chanta. Algo parecido ocurre con Aira. Ambos, Laiseca y Aira, me confirman en eso de no tener pudor en ser loquito. Te estimulan cuando sentís que estás por bordear el ridículo. Lo tengo en mis apuntes personales: “No seas pelotudo, no te reprimas” (risas).
¿Alguna diferencia con respecto a su novela anterior?
–Cruz diablo fue mi debut. La prosa estaba más cuidada, una lírica menottista, levemente reprimida. Acá me cago en el que no me entiende, me cago si me expongo, escribo como se me canta.
¿Se puede hablar de un regreso de El Porteño?
–Entiendo que estaba volviendo de manos del sátrapa de Levinas (y no me da miedo que salga así porque él lo va a entender). El porteño ya ha producido infinitos regresos. Hay un espionaje en torno a quién es el dueño de la marca. Levinas afirma que es recontrasuya. Ojalá que vaya bien. Además, hay tres o más grupitos que están a punto de sacar su mensuario (en alguno me voy a incluir). El Porteño salió en un momento en el que había que dar muchas batallas culturales. Fue novedoso porque se salía de la pacatería híper represiva de la dictadura. Ahora es un desafío jodidísimo. Hablar de drogas, de homosexualidad o de punks no es ninguna novedad.
¿Cuál sería la batalla cultural ahora?
–Hace cuatro años podía ser recuperar lo social-cultural en sentido amplio, laburos con el tema piqueteros, conurbano, el interior. Pero eso ahora se está produciendo desde múltiples lados al mismo tiempo, con lo cual no sé cuál podría ser la gran novedad. El dilema de la democracia es cómo ser muy potente y novedoso cuando supuestamente podés decir de todo. Lo que se puede hacer es ser hiperbueno en calidad, rigor, escritura. Pero no es fácil.
¿Cómo es pensar la política desde
La Lucila?
–Nací en Capital pero me crié en La Lucila y siempre viví ahí. En la dictadura me tuve que ir, primero a un aguantadero y después al exilio. Pero siempre tuve una mirada hacia el interior, los campamentos en la adolescencia, y mi viejo que recorría los pueblos de la pampa húmeda vendiendo boludeces en los últimos almacenes de ramos generales. La ciudad me cuesta bastante. Tengo una casa y un lindo jardincito, con perra y con gata. Trato de pisar el centro lo menos posible. Poco cine, poco teatro, poca movida cultural: pago los costos de estar rodeado de un poco de pastito. Cuando estaba en España y otros extrañaban los cafés en la época de la depresión y la melancolía, yo extrañaba los campamentos y los lagos del sur.

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