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Domingo, 14 de marzo de 2004
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OLVIDADOS PARA RECORDAR

Pitigrilli fuera de foco

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POR EDGARDO COZARINSKY

Pocas sorpresas más humillantes que la de descubrir en placeres estimados indefendibles un aspecto respetable que se nos había escapado. Pocos indicios más hirientes del paso del tiempo que asistir al rescate cultural de la trivia perdida en algún rincón de nuestra memoria.
Al final de mi infancia esperaba ávidamente la edición vespertina (“la sexta”) de La Razón, seguro de encontrar en sus páginas todo un mundo inabordable, menos disimulado que prometido por eufemismos (“abuso”, “amorales”, “triste comercio”) y alguna expresión inhallable en los diccionarios (“secuestraron varias docenas de ‘ravioles’ de cocaína en una boîte de Olivos”). En el recuerdo también ha quedado un recuadro frecuente, si no cotidiano, donde aparecía, junto a una fotografía poco identificable del autor, un texto firmado por Pitigrilli. El seudónimo me parecía ridículo, pero la riqueza de referencias históricas (cuya banalidad no podía percibir), el derroche de paradojas (que hoy intuyo de una desoladora facilidad), cierto tono de elegante escepticismo (que me dejaba convencido de entender lo que era un “hombre de mundo”): todo impresionaba al lector iletrado, que aún no había descubierto a Kafka ni a Borges.
Creía haber olvidado ese nombre cuando los años, implacables, me sorprendieron con la noticia de que Rainer Werner Fassbinder (¡sí, Fassbinder!) había tenido, poco antes de morir, el proyecto de adaptar al cine una novela de Pitigrilli titulada Cocaína. “Las desgracias nunca vienen solas”, solía decir mi tía Matilde: poco más tarde descubrí en una librería italiana una reedición reciente de esa novela (libros de bolsillo de Bompiani, Milán, 2000) con prólogo de Umberto Eco (¡sí, Eco!). ¿Sería posible que el placer de mi infancia, retrospectivamente culposo, hubiese escondido un atisbo de respetabilidad?
La lectura de ese prólogo me tranquilizó a medias. Me enteré de que Pitigrilli había sido un autor popularísimo en la Italia de los años veinte, un proveedor de decadencia mundana, perversiones decorativas y ficciones livianísimas (“ligado al perfume de Chipre y a la colonia Coty”, escribe Eco), muy al gusto de una pequeña burguesía que se quería “moderna”. Uno de sus best-sellers tuvo por título Mamíferos de lujo; otros: Los vegetarianos del amor y Dolicocéfala rubia... Cocaína había sido su primera novela, publicada en 1921. Anarquista conservador, según Eco, era un provocador de salón, prodigaba emociones impropias para ese “hombre nuevo” caro a todos los fascismos; sin embargo, entre sus lectores estaba Mussolini. Nunca sirvió al régimen; fue, apenas, su disidente tolerable.
La segunda posguerra mundial lo sorprendió tan pasado de moda en Italia que emigró a la Argentina dadivosa del primer peronismo. Ignoro qué repercusión tuvo su nombre a orillas del Plata; dudo que los recuadros de La Razón sexta, sin duda correctamente pagados, le hayan ganado mucho prestigio. Fuera de la literatura, se llamaba Dino Segre y vivió entre 1893 y 1975.
El texto de Eco no podía, desde luego, satisfacer al detective amateur que es mi Mister Hyde, a menos que ese private eye sea en realidad mi doctor Jekyll... Poco después de leerlo encontré –pero no hay encuentros casuales– un destartalado ejemplar de Pitigrilli parla di Pitigrilli en un librería de viejo de Bologna. El pie de imprenta es de Sonzogno, Milán, 1949 y el texto está fechado en Buenos Aires, “5 de mayo - 15 de junio 1948”.
Reseña de su vida, corresponde al género “siempre fui independiente, nunca me lo perdonaron”, y resulta difícil internarse en su anecdotario sin la sensación de asistir a un enérgico lifting de experiencias acaso triviales. El autor, que conoció el éxito precoz y “ya no se halla” en la Europa corrompida de la posguerra, recibe invitaciones a dirigir un diario en Brasil y a dar conferencias en Perú, pero prefiere permanecer en la Argentina: “Gran país que me hace el honor de acogerme”, que “está en el vértice de la pirámide humana” y es “uno de los pocos que hoy están autorizados a dar lecciones de humanidad a los hombres”. Entre las razones que justifican su admiración, señala que en Buenos Aires “todavía no he visto a un solo hombre dejarse puesto el sombrero si en el ascensor entra una dama”.
Estos elogios me recordaron los de C. Virgil Gheorghiu, el olvidado best-seller rumano de La hora veinticinco, hospedado por Perón en la quinta de Olivos con la promesa, quién sabe cuán verosímil, de permitirle escribir su biografía: acaso el General esperase del autor el mismo éxito internacional de aquel clásico de la Guerra Fría... Pero Pitigrilli se mantuvo ante el gobierno argentino del momento a la misma distancia que había aprendido a cultivar en la Italia de su temprana fama.
En todo caso, ese apresurado recuento de memorias probablemente maquilladas me deparaba un suplemento inesperado: la publicidad, en las últimas páginas, de “il nuovo Pitigrilli”, un autor que, lejos de las extravagancias de una juventud exploradora, se acogía al perdón siempre generoso de la Iglesia. Una serie de recortes “de la prensa católica y laica de América latina y de Italia” permitía apreciar el eco moderado obtenido por su novela La piscina de Siloé. El padre Mondrone, S.J., escribía en Histonium que Pitigrilli “da señales de haber gustado las alegrías de la Gracia y el abrazo de la Iglesia”. Josué Quesada, en radio Excelsior, estimaba al “nuevo Pitigrilli” superior al antiguo y lo sentía “capaz de reconciliarnos con la vida”. En Criterio, Monseñor Franceschi se felicitaba de que, después de tanta errancia, el autor haya “hallado reposo y luz arrodillándose ante el altar”.
¿Qué fue de Pitigrilli en los últimos veinticinco años de su vida? ¿Volvió a Italia? Antes de Fassbinder, antes de Eco, en la prosa fastidiosamente irónica, laboriosamente liviana de sus novelas juveniles, ¿habrá hallado alguien un testimonio de los twenties versión italiana, tan lejos de la jazz age norteamericana como de las vanguardias parisinas? De Gheorghiu se sabe que terminó sus días como pope ortodoxo en un monasterio de las afueras de París. ¿También Pitigrilli habrá dado el paso siguiente después de regresar al seno materno, y se habría casado con la Santa Madre Iglesia?
En todo caso, para mí seguirá siendo el autor de aquellos recuadros de La Razón sexta. Desde esas páginas ricas en atisbos de una mala vida tan atractiva como inaccesible para un chico de clase media porteña en 1950 (mención obligatoria: “año del Libertador General San Martín”), y en el espacio autorizado de una escueta ventana, el autor regalaba lo que a aquel chico le parecía conversación de sobremesa brillante. Ninguna recuperación cultural o sociológica, ni siquiera el último avatar religioso (que lo podría vincular con tantos decadentes ingleses... pero en Inglaterra el catolicismo es minoritario y a fines del siglo XIX y principios del XX tenía cierto prestigio aristocrático, aún exótico) podrán desplazar en su recuerdo las promesas baratas de aquellas líneas apresuradas, poner en foco una fotografía borrosa.

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