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Domingo, 28 de marzo de 2004
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ANTICIPO

Una especie de superviviente

Gedisa acaba de distribuir una nueva edición de Lenguaje y silencio, el clásico de George Steiner, que incluye cinco artículos nuevos. Radarlibros anticipa en exclusiva fragmentos de uno de esos textos, escrito originalmente en 1965.

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Por George Steiner

Para Elie Wiesel

No en sentido literal. Debido a la previsión de mi padre (la había mostrado cuando abandonamos Viena en 1924), llegué a Estados Unidos en enero de 1940, durante la falsa guerra. Dejamos Francia, donde había nacido y crecido, sin sufrir daño. Así que sucedió que no estaba allí cuando gritaron los nombres. No estaba de pie en la plaza pública con los demás niños, los mismos con los que había crecido. Tampoco tuve que ver desaparecer a mi padre y a mi madre cuando las puertas del tren se abrieron de golpe. Sin embargo, en otro sentido, soy un superviviente, y no estoy intacto. Si con frecuencia pierdo el contacto con mi propia generación, si lo que me atormenta y controla mis hábitos de percepción choca a muchas de las personas a quienes debería estar unido y con quienes debería trabajar en mi mundo presente, un mundo que ellas consideran remotamente siniestro y artificial, es debido a que el negro misterio de lo que ocurrió en Europa es a mis ojos inseparable de mi propia identidad. Precisamente porque no estaba allí, porque un golpe de buena fortuna arrancó mi nombre de la lista.
Era frecuente que los niños fueran abandonados, o que fuesen puestos en manos de extraños. A veces, los padres los veían pasar y no se atrevían a gritar sus nombres. Y esto ocurría, por supuesto, no por nada que hubieran hecho o dicho, sino porque sus padres habían existido antes que ellos. El delito de ser los hijos de uno: durante la época nazi no conocía absolución, ni final. ¿Lo tiene ahora? En alguna parte, la determinación de matar judíos, de expulsarlos de la Tierra simplemente porque son, sigue viva. Por lo común, este objetivo es acallado, o aparece en arrebatos triviales, como la obscenidad pintarrajeada en una puerta delantera o el ladrillo que atraviesa un escaparate. Pero existen, hoy incluso, lugares en los que la intención asesina podría crecer con fuerza: en Rusia, en partes del norte de Africa, en ciertos países de Latinoamérica. ¿Dónde lo hará mañana? Por ello, a veces, cuando veo a mis hijos en la habitación, o cuando imagino que los oigo respirar en el silencio de la casa, tengo miedo. Porque he cargado sobre sus espaldas un odio antiguo y he hecho que el salvajismo les pise los talones. Porque tal vez no sea capaz de hacer más que los padres de los niños que los abandonaban para protegerlos.
Ese miedo anida muy cerca del núcleo del modo en que me veo a mí mismo como judío. Haber sido un judío europeo en la primera mitad del siglo XX era transmitir una sentencia a los propios hijos, imponerles una condición que casi se encontraba más allá de la comprensión racional. Y podría repetirse. Tengo que pensar eso –es la cláusula vital– mientras el recuerdo sea real. Quizá nosotros los judíos estemos más próximos de nuestros hijos que los demás hombres: por mucho que lo intenten no pueden saltar por encima de nuestra sombra.
Ésta es mi definición personal. Mía, porque no puedo hablar por ningún otro judío. Es obvio que todos nosotros tenemos algo en común. Tendemos a reconocernos unos a otros dondequiera que nos encontremos, casi de un vistazo, por algún tic común de la sensibilidad, por la oscuridad que soportamos. Pero cada uno de nosotros ha de bregar con ella por sí solo. Ése es el verdadero significado de la diáspora, de la vasta dispersión y dilución de la fe.
Para el ortodoxo, mi definición puede parecer desesperada y superficial. Comunidades enteras han permanecido sólidamente unidas hasta el final. Hubo niños que no lloraron sino que dijeron Shema Yisroel y mantuvieron los ojos abiertos porque Su reino estaba justo a un paso de la fosa; no tantos como a veces se dice, pero los hubo. Para el firme creyente, la tortura y la masacre de seis millones de judíos es un capítulo –uno solo– del milenario diálogo entre Dios y el pueblo que él ha escogido tan terriblemente. Pese a que el judaísmo carece de una escatología dogmática(deja que el individuo imagine la trascendencia), el ortodoxo puede meditar sobre los campos y considerarlos como una antesala de la casa de Dios, como un casi intolerable pero manifiesto misterio de Su voluntad. Cuando enseña a sus hijos las oraciones y los ritos (mi propio acceso a todo ello fue el de la historia, no el de la fe de la que hablamos), cuando sus hijos cantan a su lado en las fiestas señaladas, el judío piadoso no los mira con miedo, ni como rehenes que soporten el funesto destino de su amor, sino con orgullo y regocijo. A través de ellos se seguirá bendiciendo el pan y santificando el vino. No están vivos por un descuido oficinesco del despacho de la Gestapo sino porque ellos, no menos que los muertos, son parte de la verdad de Dios. Sin ellos, la historia permanecería vacía. El judío ortodoxo se define a sí mismo (cosa que yo no puedo hacer) en la fecunda vida de su oración, de una herencia a un tiempo trágica y resplandeciente. Recoge el eco viviente de su propio ser en las voces de su comunidad y en la santidad de la palabra. Sus hijos son como la noche transformada en canto.
El judío ortodoxo no sólo me negaría el derecho a hablar por él, indicando mi falta de conocimiento y comunión; diría: “Tú no eres como nosotros, tú eres un judío en lo externo, únicamente de nombre”. Exactamente. Pero los nazis hicieron del nombre causa necesaria y suficiente. No preguntaron si uno había estado alguna vez en la sinagoga, si los hijos de uno sabían algo de hebreo. El antisemita no es teólogo, pero su definición es incluyente. Así pues, el ortodoxo y yo habríamos desaparecido juntos, y los dientes de oro habrían salido de nuestras bocas muertas, con canto o sin él.

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