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Domingo, 30 de abril de 2006
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(1932-2006)

Salvador Elizondo

Por Mauro Libertella
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Quienes lo conocieron dicen que era un tipo amable, ingenioso, algo extraño y de una insobornable moral literaria. Escribió algunos de los libros más importantes que ha dado la literatura mexicana, pero su obra puede pensarse como un todo indivisible, como la puesta en escena de una excéntrica arquitectura literaria.

En su primera adolescencia Salvador Elizondo no hablaba de sí mismo como escritor sino como pintor. Es que su interés inicial fue la pintura, y sobreviven hoy algunos grabados y esquivos óleos perpetrados con sutil genio. Después quiso ser cineasta y dirigió el largometraje Apocalipsis 1900. Era sin dudas un ser polifacético. Estudió en varias de las grandes capitales del mundo, como Roma, París y Londres. En su vuelta a México fundó algunas revistas, como la mítica SNOB, que incomodó a más de uno agitando el avispero de la cultura oficial. También fue un traductor de extrema delicadeza. Tradujo a Valery, a Lowry, a Thomas de Quincey y a Bataille, entre tantos otros. Pero la verdadera columna vertebral de su grandeza es su obra literaria, no vasta pero sí múltiple, conformada por un puñado de poemas, cuentos, novelas, obras de teatro y ensayos de un lenguaje límite y de un imaginario siempre abismado a las profundidades de lo indecible.

Se supo desde el primer momento: Farabeuf sería un libro perdurable, y hoy se lo lee como su producción más grande. Cuando la novela se publicó en 1965, buena parte de los lectores mexicanos vio en él a un militante del estilo, y sintió el escalofrío que suscita una obra que puede cambiar el destino de la literatura. En efecto, según Margo Glantz, “Farabeuf logró transformar las letras mexicanas”. Farabeuf es la crónica de un instante, y cuenta el mismo Elizondo que la inspiración le llegó cuando encontró la foto congelada de una tortura, de un suplicio. Ese fue el disparador. Y así construyó un relato que enlaza el amor y el suplicio con los nudos del lenguaje. Otros libros fundantes son El hipogeo secreto (1968), Cuaderno de escritura (1969) y La luz que regresa (1984).

A los treinta y tres años redactó, en una noche, una autobiografía por encargo, que algunos leen hoy con el fervor con que se leen las memorias de un mito. Allí cuenta, entres otras anécdotas, las veladas que pasó con Burroughs en el Hotel Chelsea. Sus libros empezaron a publicarse en España gracias a algunos escritores del Crack mexicano –sobre todo Jorge Volpi–, que declararon en más de una oportunidad que su movimiento (que fue un suceso de ventas) tuvo dos padrinos: Carlos Fuentes como padrino político y Salvador Elizondo como modelo estético.

En Argentina hubo y hay algunos tipos que profesan su culto. Son pocos, sí, pero lo hacen con una devoción sacra, fatigando archivos, entrando en contacto con el país de Elizondo y, por sobre todo, leyendo y releyendo libros como El grafógrafo o El retrato de Zoe. Uno de ellos es Rafael Cippolini, que hace ya varios años fundó un Instituto de Altos Estudios Elizondianos, un fantasmal círculo del que, según declaró, fue casi el único miembro. También mantuvo una larga e indeleble correspondencia con Elizondo, en donde el mexicano le escribió: “Usted, Cippolini, a pesar de su juventud, es de los pocos que entienden que escribir es un arte; que literatura no es otra cosa que el arte de la escritura”.

Los últimos años de Elizondo pueden pensarse como el lento dibujo de un epitafio, de un jeroglífico final. En un homenaje que se le hizo en Bellas Artes de México en el 2003, el escritor dijo: “Creo que mis compañeros han exagerado mis virtudes y atenuado mis defectos. Se lo agradezco a todos, y a ustedes su presencia en este homenaje que tal vez sea también despedida”. Sitiado por el cáncer y por una larga vida de adicciones, Salvador Elizondo murió la noche del 29 de marzo en su casa de Ciudad de México. Por él brindamos.

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