Domingo, 17 de agosto de 2003
El extranjero
TWENTY DAYS WITH JULIAN
& LITTLE BUNNY BY PAPA
Nathaniel Hawthorne
Introd. Paul Auster
New York Review Books
Nueva York, 2003
74 págs.
A veces sucede que algún fundador de alguna cosa acaba siendo –con el correr de los años– uno de los exponentes más modernos de aquello que contribuyó a fundar. Tal es el caso del escritor norteamericano Nathaniel Hawthorne (1804-1865), cuyas ficciones no es que hayan envejecido bien sino que –lo mismo ocurre con las de su amigo y colega Herman Melville– se niegan a envejecer y parecen cada vez más anticipatorias de lo que vino y de lo que vendrá.
Hawthorne –inspirador de firmas tan diversas como la de Eduardo Berti o Rick Moody– no sĂłlo prenuncia la gran novela social americana del siglo XX (con su eterno conflicto entre el rancio puritanismo y la liberaciĂłn utopista de un posible Nuevo Mundo), el relato con antihĂ©roe existencialista (“Wakefield”) y –como señala Borges– a todo “lo kafkiano”, sino que, además, propone el modelo de escritor-recluso que harĂan suyo Salinger y Pynchon. Y buena parte de su sistema y su credo se encuentran en sus notebooks americanos, italianos, ingleses y franceses –“tan nutritivos y reveladores como los de Fitzgerald y Cheever, sus claros descendientes directos– y de los que ahora sale este Twenty Days with Julian & Little Bunny by Papa, que puede leerse casi como una nouvelle domĂ©stica en la que casi sin proponĂ©rselo se inaugura un subgĂ©nero: el de adulto sĂşbitamente a solas y a cargo de un hijo.
Lo que se cuenta aquĂ son tres semanas de un escritor maniático sĂşbitamente convertido –cuando su mujer, Sophia Peabody, y sus hijas, Una y Rose, parten de viaje a Boston– en Padre Total a cargo de un hijo de cinco años adicto a hacer demasiadas preguntas (Julian, niño de mirada seria cuyo daguerrotipo nos mira desde la portada de este librito exquisito) y una mascota (un pequeño conejo, Little Bunny, que acabará siendo conocido como Hindlegs). El apoyo logĂstico de Mrs. Peters (cocinera y ama de llaves de la granja en Massachusetts) no es un gran consuelo para Hawthorne, quien –a la hora de registrar puntillosamente todo lo que ocurre entre el 28 de julio y el 16 de agosto de 1851– pasa de la sorpresa a la desesperaciĂłn con un tono que se mueve entre lo cĂłmico y lo sombrĂo, esa gravedad humorĂstica definitivamente hawthorneana y que marca varias de sus ficciones.
En su logrado prĂłlogo –que ocupa la mitad de las páginas de Twenty Days...–, Paul Auster apunta que aquĂ Hawthorne casi sin darse cuenta consigue “algo que ningĂşn escritor norteamericano habĂa intentado hasta entonces: la meticulosa crĂłnica de lo que ocurre cuando un hombre se hace cargo de un niño”. En la contratapa, Russel Banks –el autor de AflicciĂłn y El dulce porvenir– va todavĂa más lejos: “Hasta la llegada de Mark Twain, nadie en la literatura norteamericana se habĂa permitido imaginar a los niños”.
Hawthorne –tener en cuenta que varios de sus libros de relatos habĂan sido pensados como literatura infantil– es el mejor padre fundante; hay algo de intrĂ©pido explorador en sus descripciones de cĂłmo se desenreda una cabellera de bucles imposible de peinar, se atiende la picadura de una avispa o se consigue meter en la cama a este pequeño “viejo caballero” luego de un dĂa en el que “ha resultado imposible escribir, leer, pensar e incluso dormir.. son tantas las veces que Julian reclama mi atenciĂłn”. Lo que no quiere decir que Julian sea insoportable; lo que sĂ quiere decir –el escritor es el primero en insinuarlo– que el insoportable era Hawthorne.
Entre tanta domesticidad conejil hay, tambiĂ©n, momentos para la epifanĂa literaria: una visita de Melville –quien consideraba a Hawthorne su benefactor, fue a Ă©l a quien le dedicĂł Moby Dick en agradecimiento por los consejos que lo obligaron a “complicar” lo que en principio serĂa otra historia marinera– en la que “conversamos acerca del tiempo, la eternidad, sobre las cosas de este mundo y del siguiente, y sobre libros y editores, y sobre todas esas cuestiones imposibles que nos mantuvieron despiertos buena parte de la noche”. Melville parte al amanecer y Hawthorne –alma en pena– escucha cĂłmo Julian se levanta listo para disfrutar de un nuevo dĂa junto a su papá y su conejo.
El valor de Twenty Days... trasciende lo obvia y estrictamente literario: es un libro tambiĂ©n agradecible porque no existe ediciĂłn popular de los magnĂficos notebooks de Hawthorne –sĂłlo se consiguen en carĂsimas ediciones acadĂ©micas– y porque vuelve a enfrentarnos a la relatividad del tiempo y de las Ă©pocas, y a la inmodificable eternidad de ciertas experiencias universales.
Al final, Julian dibuja garabatos sobre las páginas de Hawthorne (la ediciĂłn incluye reproducciones del manuscrito en cuestiĂłn y de la prolija caligrafĂa del autor tachada por su vástago), el conejo muere y es solemnemente enterrado (Julian, lejos de entristecerse, se divierte mucho con todo el asunto) y, en la Ăşltima página, un padre al borde del ataque de nervios, se despide escribiendo: “¡Son cerca de las seis de la tarde y todavĂa no han llegado! ¡Seguramente estarán aquĂ, tienen, tienen, tienen que volver esta misma noche! Un cuarto de hora despuĂ©s de escribir lo anterior, ellas han arribado. ¡Todo en orden! Gracias, Dios”.
DespuĂ©s de cenar y acostar a los niños –nos cuenta Auster–, Hawthorne le dijo a su esposa que querĂa que leyera algo que habĂa escrito durante los Ăşltimos dĂas.
Rodrigo Fresán
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