Domingo, 30 de noviembre de 2003
El extranjero
OLD SCHOOL
Tobias Wolff
Knopf
Nueva York, 2003
196 págs.
Por Rodrigo Fresán
Si las memoirs de Tobias Wolff (1945, Alabama) se pueden leer como si se trataran de novelas, entonces no tiene por quĂ© extrañar que la primera y esperada novela de Tobias Wolff pueda leerse como una memoir. En Old School, el autor de aquellos magistrales recuerdos de infancia dura y de juventud todavĂa más dura en la guerra de Vietnam y que de algĂşn modo resucitaron e hicieron evolucionar a la vieja autobiografĂa de escritor –Vida de este chico y En el ejĂ©rcito del faraĂłn, respectivamente– construye los recuerdos de un alumno de un elegante colegio de New Hampshire donde todos los alumnos tienen un Ăşnico deseo: ser escritores. Porque –como precisĂł Wolff en una reciente entrevista–, “los escritores eran para nosotros el equivalente a los rockers de ahora”. Y la novela conmueve ya desde la portada: una fotografĂa tomada a principios de los años sesenta, donde una multitud de jĂłvenes orando da las gracias a Dios y a la literatura por estar allĂ, por ser parte de ese universo. Y, sĂ, se sabe que Wolff –lo leĂmos en Vida de este chico– falsificĂł su currĂculum estudiantil para poder trasponer las puertas de ese paraĂso. Un paraĂso –está claro– donde no faltan manzanas y serpientes.
Dedicada “A mis maestros” y construida en diez capĂtulos –que pueden leerse como cuentos interconectados; los primeros tres de ellos aparecieron en The New Yorker–, Old School es una novela “de iniciaciĂłn” sobre la vocaciĂłn literaria; sobre la irrepetible intensidad que se siente al leer cuando todavĂa se tiene toda la novela de la vida por delante; y sobre ese gĂ©nero y estilo con que se deforma un joven para que se forme un escritor. Reminiscente de otras ficciones “de escuela” como aquellos capĂtulos que abren El cazador oculto de J.D. Salinger, A Different Peace de John Knowles, A Good School de Richard Yates y –más recientemente– la nouvelle de Ethan Canin El ladrĂłn de palacio, el principal mĂ©rito de Old School, más allá de una rica economĂa a la hora de contar con las palabras justas –sĂntoma que en más de una ocasiĂłn hizo que se lo considerara a Wolff, un tanto errĂłneamente, más por amistad que por estĂ©tica, parte de ese triángulo suciorrealista conformado tambiĂ©n por Raymond Carver y Richard Ford–, es el modo en que su autor asienta los trazos de su voz narradora: una voz juvenil de la que nunca llegamos a conocer su nombre –como tampoco sabemos nunca el nombre de la escuela–, pero sĂ su progresiva e inocente corrupciĂłn. Una voz que en ningĂşn momento pierde de vista y de oĂdo las particularidades y las taras emocionales de su edad o traiciona el ánimo entusiasta e inocente de su portador: un joven humilde y mitad judĂo que está allĂ por obra y gracia de una beca y que –como el entusiasta Max Fischer, protagonista del film Rushmore e incurable adicto a su colegio– se sabe afortunado habitante de un mundo que no es el suyo, pero al que ama con tanta entrega y desesperaciĂłn que está dispuesto a hacer lo que sea para pertenecer todavĂa un poco más y “tener clase”; para sentirse mejor y más digno de semejante bendiciĂłn. Y, por supuesto, en nombre de ese amor, el joven hace algo que no debe hacerse y la palabra mágica y terrible es, por supuesto, plagio.
Old School celebra y evoca un mundo insular y todavĂa inocente; ajeno a los inminentes naufragios, encandilado por el glamour de un John Fitzgerald Kennedy listo para ser asesinado y la leyenda de un Ernest Hemingway listo para asesinarse. Y entre los varios hĂ©roes que recorren las aulas y pasillos de esta vieja escuela –entre los que se cuentan el poeta Robert Frost durante el invierno de sus dĂas aconsejando a un joven que “viaje a Kamchatka” para fortalecer su vena poĂ©tica, o la demencialmente egĂłlatra Ayn Rand definiendo a sus propios libros como las más importantes ficciones americanas–, es Hemingway el que más encandila al narrador y a sus compañeros.
Uno de los ritos más sacros y populares del lugar consiste en presentar un texto a un concurso que tendrá el honor de ser juzgado por un escritor de gran prestigio. El premio consiste en la publicaciĂłn del texto en la revista del colegio y –lo más importante de todo, lo más deseado– el privilegio Ăşnico de una audiencia a solas con el jurado en cuestiĂłn. Cuando se comunica que Hemingway –que ya aparece como alguien vĂctima del mito que Ă©l mismo ayudĂł a crear y a creer– será quien conversará con el prĂłximo ganador, todos se vuelven un poco locos. Y el narrador de Old School es quien se vuelve más loco de todos. La novela –que empieza suavemente, con una curiosa e inquietante humildad, con intenciones aparentemente cristalinas, donde las sombras no oscurecen demasiado el paisaje– apunta y dispara al blanco mĂłvil de ese momento de decisiĂłn; a un epifánico clĂmax más cerca de Fitzgerald que de Hemingway, donde se nos vuelve a contar el mito de un ángel caĂdo, de una inocencia irreversiblemente perdida, de un acto casi Ă©pico en su miserable torpeza.
Se sabe que el amor a la literatura suele limitar con ciertas actitudes irracionales –”mis aspiraciones eran mĂsticas”, se explica y se excusa el narrador–; y asĂ acabará cometiendo uno de esos actos que marcan para toda la vida y que, paradĂłjicamente o no, será lo que verdaderamente lo convierta en un escritor sin posibilidad de retorno, porque despuĂ©s de tanto buscarlo en vano, por fin, tiene algo bueno y malo para contar.
Las Ăşltimas páginas de Old School –las que lo convierten en un pequeño clásico instantáneo– se proyectan hacia adelante en el tiempo y en el espacio y allĂ el narrador se nos aparece ya curtido y adulto por cosas que jamás sospechĂł podrĂan pasarle a Ă©l pero, aun asĂ, recordando la expulsiĂłn de ese primer paraĂso como el hito fundamental, como las arenas movedizas sobre las que se apoyaron todos los pecados y bendiciones que vendrĂan despuĂ©s. Todo ha cambiado para Ă©l, pero de algĂşn modo todo sigue igual: la literatura continĂşa funcionando como lo más importante. Y aquella vieja escuela sigue siendo el santuario donde aprendiĂł a amar y a mentir en su nombre por más que todavĂa pretenda convencernos –en vano– de que “no se puede escribir sobre esa vida que produce escritura”.
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