Martes, 4 de enero de 2005
El hijo de BakunĂn
(un fragmento)
Mi marido Ottavio y yo llegamos a Carbonia tres meses antes del dĂa en que vino el Duce a inaugurar la ciudad. Ottavio decĂa: “Los pioneros serán premiados”, y efectivamente, Ă©l en Bacu Abis estaba en el cuadro de los que hacĂan brillar las minas, trabajo peligroso, y en Carbonia pasĂł a guardián. Es decir, saliĂł del pozo y obtuvo el doble de sueldo. Ottavio se juntĂł con los camisas negras no porque tuviese un ideal, no tenĂa más ideal que el dinero y el vino, sino porque era astuto. DecĂa: “Verás que gano dinero”, y lo ganĂł. Yo, en cambio, perdĂ dinero, porque cuando Ă©l trabajaba en Bacu Abis yo estaba en el campo, en la casa de mi padre, con mi madre y mis hermanas, por lo tanto era hija de familia, aunque ya tenĂa dos hijos; mientras que, en Carbonia, a donde lleguĂ© cuando estaba de siete meses de mi tercer hijo, vivĂa en Rosmarino, el barrio más alejado del mercado, de la plaza y de la casa del Fascio; mi casa era precisamente una de las Ăşltimas en la cima de la cuesta, y estaba siempre sola. (...)
Cuando los tres muchachos fueron a vivir a la bodega de los Cobbedu, la mayor de mis hijas tenĂa cuatro años, la misma cara de su padre y el moco que le colgaba siempre de la nariz, dĂa y noche, invierno y verano.
Yo tenĂa dieciocho años.
Al verme ahora no se dirĂa pero, en aquel tiempo, por la calle, los hombres me miraban con los ojos encendidos. Si estaba sola, me silbaban por detrás. Los más desfachatados se me acercaban y me decĂan frases con doble sentido. Pero yo no daba confianza a ninguno de ellos, no conocĂa a nadie, no podĂa hablar con nadie. Ottavio no querĂa. Los maridos se excitaban mirándome, y sabĂa que despuĂ©s se desahogaban con sus mujeres, pensando en mĂ.
Aquellos tres muchachos volvĂan al oscurecer, cuando Ottavio todavĂa no habĂa empezado a beber. TambiĂ©n ellos volvĂan un poco achispados. Todos los mineros bebĂan alguna copa antes de dormirse. Quizá todos los hombres beben; tambiĂ©n mi padre, que igualmente era aparcero, si por la noche no tenĂa la botella se volvĂa un perro rabioso. A veces se volvĂa un perro rabioso aun teniendo la botella, pero esto sucedĂa muy ocasionalmente.
Elena Cobeddu era una mujer muy buena. Era gorda y tenĂa experiencia de la vida. Me hablaba a escondidas de nuestros maridos. Me contaba de aquellos tres muchachos que vivĂan en la bodega, dormĂan sobre colchones de paja y tenĂan una olla inmensa. La mitad de la bodega la habĂan llenado con un montĂłn de cebollas. Cada noche ponĂan cebollas en la inmensa olla y las hervĂan. DespuĂ©s se las comĂan, y no comĂan otra cosa que pan y cebolla. Se llamaban Arturo, Tullio y Lele.
Cada noche subĂan por aquel camino hacia Rosmarino y cantaban. Los oĂa desde que llegaban al principio de la cuesta. Tullio tenĂa una bella voz, tipo Beniamino Gigli, no sĂ© por quĂ© no iba a las bodas a cantar, en lugar de trabajar de minero. (...)
En cuanto oĂa las voces de los tres que subĂan, me asomaba a la ventana y los miraba. HabĂa pocas farolas, movidas por el viento. AllĂ en la cima siempre habĂa viento. Aquellas farolas parecĂan orinales al revĂ©s, blancas, esmaltadas, todas desconchadas por las piedras de los niños que hacĂan tiro al blanco sobre las bombillas. Faltaban muchas, la subida estaba casi a oscuras. A Tullio lo reconocĂa siempre, aun de lejos. Era el más pequeño, caminaba siempre derecho, tenĂa un abrigo desgastado, siempre el mismo. En Ă©l parecĂa la capa de un prĂncipe. Justo delante de mi ventana no habĂa bombilla, las luces terminaban más abajo. Pero bastaba un cuarto de luna y cuando Tullio pasaba bajo la ventana, lo miraba fijamente, me parecĂa un querubĂn de los que pintan en la iglesia. TenĂa los labios gruesos, los rizos que le caĂan sobre los hombros, ojos negros, y cuando me miraba al pasar... me lo comĂa con los ojos. Y Ă©l me comĂa con los ojos.
Ottavio volvĂa más tarde. En la oscuridad, bajo las sábanas, pedĂa mis servicios sin decir una palabra. Me parecĂa un pecado acostarme con un hombre tan malo. TambiĂ©n desentonaba, debĂas oĂrlo cuando cantaba “Carita negra”, la voz sonaba igual que un bote golpeado sobre las piedras. Si no estaba tan borracho como para engañarlo, yo lo hacĂa de espaldas, no lo miraba. Y a los oĂdos me volvĂan las canciones de Tullio, o tambiĂ©n recordaba cuando era niña y jugaba en el campo a reconocer las huellas de liebre, a recoger margaritas, a esconderme detrás de un árbol pensando que era otra, la hija de un señor, y que esperaba al novio, que era rico y debĂa venir a buscarme con dos caballos... Me iba, el cuerpo estaba allĂ quieto, la cabeza no estaba.
Cada noche oĂa las voces, me asomaba a la ventana a esperar. TenĂa el camisĂłn un poco desabrochado. Cuando pasaban bajo la ventana, mostraba el seno, que se vislumbraba, blanco de luna.
Una noche pensĂ©: “Ahora salto de la ventana, tomo a Tullio y lo beso”. No lo hice. Pero, como si hubiese oĂdo el pensamiento, la noche siguiente oĂ una sola voz, un canto a media voz: Tullio volviĂł en cuanto saliĂł de la mina. Era febrero, estaba oscuro. El corazĂłn me empezĂł a latir que me quitaba el aliento. Me asomĂ©. Él estaba al principio de la cuesta, pequeño, solo. SentĂ que Ă©l tambiĂ©n miraba. Casi sin pensar, me desabrochĂ© la bata más de lo habitual, hasta que pudiera ver los pechos enteros. Blancos como leche, y los pezones negros.
LlegĂł bajo la ventana, se detuvo y dijo: “Buenas noches”. Voz dulce de niño. Dije: “¿Cuántos años tienes?”. “DiecisĂ©is.” “¿NingĂşn amigo esta noche?”, dije por decir algo, por hablar. PodrĂa haber dicho cualquier tonterĂa, ya que Ă©l estaba allĂ abajo, mirándome a los ojos de aquella forma. Y Ă©l respondiĂł: “No tenĂa ganas de pararme en la hosterĂa, hoy. PensĂ©, si me dice “quiero hacer el amor contigo”, digo sĂ. Como si me hubiese oĂdo dijo: “¿Me ofreces un vaso de agua?”. “SĂ”, respondĂ. “Sube.” (...)
Me besĂł con los ojos abiertos. TenĂa los ojos color verde avellana, con pequeñas motas verdes, dentro, color hierba de mayo.
Desde aquel dĂa, en cuanto salĂa de la mina, iba corriendo a mi casa; para Ă©l yo era vino y hosterĂa, cena y pan, era todo.
Nunca nadie me habĂa considerado antes como Ă©l, y jamás nadie me ha considerado asĂ despuĂ©s. Como una joya, como un cachorrito, como una flor.
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