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Domingo, 21 de agosto de 2005
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Levrero y la terapia luminosa

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A partir del relato Gelatina (1968), Mario Levrero empezó a dar forma a una obra vasta y compleja, que ha sido conocida parcialmente en la Argentina. En 1975 apareció en Buenos Aires su folletín paródico, Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo, y cuatro años después publicó un ensayo, Manual de Parapsicología, y una novela, París. Este texto forma parte de una trilogía, con La ciudad (Montevideo, 1970) y El lugar, que salió en la revista El Péndulo (1982). En 1983 Minotauro publicó una antología de sus cuentos, Aguas salobres.

Entre 1985 y 1989 Levrero vivió en Buenos Aires, donde trabajó como jefe de redacción de una revista de crucigramas. En ese período publicó Fauna/Desplazamientos (nouvelles, 1987), Espacios libres (cuentos, 1987) y un folletín rocambolesco, La banda del ciempiés, que apareció en Página/12 entre enero y febrero de 1989 y aún no se recopiló como libro. Desde El portero y el otro, una antología de cuentos aparecida en 1992, los libros de Mario Levrero se publicaron exclusivamente en Montevideo, donde residió hasta su muerte, ocurrida el 30 de agosto del año pasado, y no tuvieron distribución en la Argentina.

La novela luminosa, la obra póstuma de Levrero, parte de la pregunta acerca de si es posible narrar “ciertas experiencias extraordinarias” sin que se desnaturalicen. Según relata en el “prefacio histórico”, empezó a escribir poco antes de una operación de vesícula. “Era obvio que tenía mucho miedo de morir en la operación –cuenta–, y siempre supe que escribir esa novela luminosa significaba el intento de exorcizar el miedo a la muerte. También intenté exorcizar el miedo al dolor, pero no lo conseguí. El miedo a la muerte, sí; no diré que fui tranquilo a la operación, porque seguía teniendo mucho miedo del dolor, pero la idea de la muerte ya no me hacía temblar, después de escritos los cinco capítulos (que en realidad fueron siete) de la novela.” En el año 2000, después de obtener una beca de la Fundación Guggenheim, pudo emprender el ordenamiento final de la obra.

Levrero sostiene haber fracasado en los propósitos que lo llevaron a la novela, pero este fracaso resulta iluminador en otros planos. “Yo tenía razón: la tarea era y es imposible –dice–. Hay cosas que no se pueden narrar. (...) El sistema de crear un entorno para cada hecho luminoso que quería narrar, me llevó por caminos más bien oscuros y aun tenebrosos. Viví en el proceso innumerables catarsis, recuperé cantidad de fragmentos míos que se me habían enterrado en el inconsciente, pude llorar algo de lo que habría debido llorar mucho tiempo antes, y fue sin duda para mí una experiencia notable. Leer eso sigue siendo para mí removedor y aun terapéutico. Pero los hechos luminosos, al ser narrados, dejan de ser luminosos, decepcionan, suenan triviales. No son accesibles a la literatura, o por lo menos a mi literatura. Creo, en definitiva, que la única luz que se encontrará en estas páginas será la que le preste el lector”.

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