Un amigo me pidió que le cuidara la casa en la que entonces solÃa pasar más tiempo, muy cerca de Ibicuy. Mi amigo se iba a pasar un mes a Italia: habÃa decidido que no era que se estaba muriendo, sino que le quedaba poco tiempo para hacer exclusivamente lo que querÃa. Allá fui, a pesar de mi aversión a las zonas pantanosas, porque yo sà sabÃa que se estaba muriendo. La primera noche calenté una comidita deliciosa que me habÃa dejado preparada especialmente y me repantigué en el sillón que estaba en un salón inmenso, caótico, lleno de objetos, de cuadros de algunos de los primeros modernos argentinos y, sobre todo, de libros. La biblioteca era inmensa: mi amigo acumulaba la suya, la de su madre y la de su abuelo. Era un festÃn para mà –siempre lo habÃa sido, desde que nos conocimos en la facultad– agarrar cualquier libro, deducir a cuál de los tres habÃa pertenecido originalmente y, a partir de esas elecciones y de las notas que los tres solÃan escribir en los márgenes, imaginar los tipos de vÃnculo que esas lecturas habÃan ido conformando. Esa noche, habrá sido hace unos tres años, me levanté del sillón para sumergirme en una de esas pesquisas cuando vi que, sobre la mesa, habÃa una pila de libros y fotocopias que tenÃan toda la apariencia de ser las más consultadas de los últimos dÃas. Cactáceas: sobre eso trataban. Desde lo que habÃa escrito Spegazzini acerca de las autóctonas hasta coffee-table books llenos de fotos, evidentemente traÃdos de afuera. Abrà uno de estos últimos con suspicacia, pensando que mi amigo no se estaba juntando con las personas adecuadas, y reconocà inmediatamente su letra, estirada como una langosta, en las anotaciones al margen. Extraño: de todas las cosas a las que él era indiferente, las plantas estaban en primer lugar. Me puse a leer y vi que las anotaciones –que recordaban cuestiones prácticas como frecuencia de riego, tipo de suelos más proclives– iban tomando, con el avance de las páginas, un carácter autobiográfico. Definitivo. Por momentos, incluso, se olvidaba de las plantas. Luego volvÃa: mi amigo habÃa estudiado escrupulosamente cómo hacer para que las diferentes especies que tenÃa en su casa sobrevivieran un mes Ãntegro sin que nadie interviniera. Su identificación con estas plantas asociadas a la supervivencia en condiciones más que difÃciles es un poco burda, puede argüirse, pero también es un poco burdo saber, un dÃa, que morir es una posibilidad mucho más próxima de lo que creÃamos. Mi amigo, de hecho, murió en aquel viaje: el cálculo no le salió tan bien en su caso. Cuando dejé su casa, me traje conmigo esa pila y algunas de las cactáceas. Siempre envidié a las personas religiosas, capaces de encontrar consuelo en un solo libro, en vez de buscarlo, como yo, en una serie infinita. Esos materiales sobre cactáceas –intactos tal como los seleccionó mi amigo, sin ningún agregado– se han convertido en mi libro sagrado y han mejorado infinitamente mi relación con la literatura: desde entonces, busco en ella varias cosas, salvo consuelo.
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