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Domingo, 17 de mayo de 2009
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Julián Axat, poeta y editor salvaje

Puentes de lo nuevo

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POEMA QUE REPRODUCE LA SILUETA DE UNA MUJER EMBARAZADA Y AL QUE SE REFIERE EN EL TITULO DEL LIBRO.

“Nos gustó titular el libro así porque es emblemático de la generación de los Hijos que se gesta en esa panza-poema”, dice sobre el título del flamante volumen. Julián Axat encarna en sí mismo la esencia de este rescate editorial póstumo de los poetas desaparecidos, no sólo por ser él mismo un hijo de desaparecidos ni por estar a cargo de la colección Los Detectives Salvajes, sino porque además es poeta. Y como tal, asume la decisión creativa, estética y también política de dialogar con los poetas de los ’70.

De esta manera se suma a la tarea de llenar el vacío generacional dejado por la dictadura, unirse a sus padres desaparecidos en una misma aventura editorial como parte de una generación que busca el legado de su antecesora para encontrarse a sí misma. A partir de estos tópicos es que surge este emprendimiento que toma su nombre de la célebre novela de Roberto Bolaño y cuyo bautismo de fuego fue en 2007 con Versos aparecidos, del hasta ese momento inédito poeta desaparecido Carlos Aiub.

Axat acaba de publicar su quinto libro de poesía, Ylumynarya, también bajo este sello.

“En el afán de tratar de encontrarnos con aquellos retazos de poesía que quedaron, de salir a buscarlos para recuperarlos y sistematizarlos, también lo que tratamos de hacer es reescribir esos versos a través de nuevas poesías que dialoguen con el pasado”, comenta. Un ida y vuelta que en su libro se nota en sucesivas evocaciones a Urondo, Gelman, Miguel Angel Bustos, Daniel Omar Favero, el propio Jorge Money y, agrega Axat, “a mi propio padre desaparecido que, si bien no era poeta, sí era un militante político con intenciones de alguna épica”.

Cada vez que se habla de la literatura y el arte en la posdictadura es inevitable que surja la pregunta adorniana de cómo escribir poesía después de Auschwitz, después de los 30 mil desaparecidos, después del genocidio sistemático y efectivo como hecho anti-cultural por excelencia si se tiene en cuenta que la masacre organizada de humanidad no puede definirse desde ninguna perspectiva posible como productora de cultura.

En este contexto, con la ESMA como parteaguas y bisagra, es que desde esta propuesta proponen repensar una escritura poética. “Nosotros nos preguntamos, en todo caso, cómo escribir poesía después de Gelman, Gianuzzi y Juan L. Ortiz”, señala Axat, y da el ejemplo del poeta rumano Paul Celan, “que sí escribió poesía después de Auschwitz y, al hacerlo, de alguna manera le contestó a Adorno con que, en realidad, lo que nos une es el gran vacío, el horror, la desarticulación de los cuerpos y la palabra, lo que nos queda es una palabra en el vacío y en la angustia, con la consiguiente responsabilidad de reconstruirla cicatrizando las heridas con al menos algunas voces que nunca fueron oídas antes de ese abismo que fue el golpe militar”.

Ustedes hablan de la necesidad de una relectura del romanticismo de los ’70, evitando tanto su menosprecio como su sobreestimación. ¿Por qué esta postura?

—Eso tiene que ver con aquellos que creyeron que la poesía podía rebajarse a convertirse en una herramienta o un instrumento o en una ametralladora, como decía Cortázar. Si la escritura poética se transformara de golpe en una épica revolucionaria, se convertiría en un instrumento y perdería su peso específico, su sublimidad y su espíritu. La poesía nunca puede ser un medio para un fin. Aunque sí es necesaria para la revolución. El revolucionario, sin un libro de poesía, no funciona. El Che Guevara en Bolivia, internado en la selva, reescribía en un cuaderno versos de Neruda, Guillén y Vallejo. Y en ese acto lo que estaba haciendo era reconstruir una épica poética, porque se daba cuenta de que no podía ser un guerrillero sin la poesía que alimentaba su espíritu. No pretendemos volver a una instrumentalización de la poesía, pero sí queremos rescatar lo que decía Gelman de que “un poema sin ojos corre el riesgo de que, al cruzar la calle, lo pise un auto”.

Vos planteás en el libro dos preguntas en torno de este debate. La primera: ¿qué distancia separa la violencia política de la violencia poética?

—Durante los ’60 y ’70 la distancia no existía. La poesía era, como la política, una forma de continuar la guerra por otros medios. En estos momentos la distancia es clarísima, sideral. La necesidad de volver a juntarlas hoy en la actualidad no tiene que ver quizá con fundar una nueva épica revolucionaria pero sí con recuperar la palabra irruptiva, explosiva, performática, retomar una palabra que esté más cerca de la acción pero que, de ninguna manera, deba convertirse en instrumental.

Y el segundo planteo: ¿se puede picanear con un poema?

—Este distanciamiento entre violencia poética y violencia política es producido por la picana. Después de la ESMA se picanearon los poemas. Se picanearon los cuerpos, pero también la poesía salió picaneada. Y la picana sobre la poesía produjo una desarticulación de los lazos poéticos, dando lugar a la proliferación de la poesía de salón. Lo que estamos tratando ahora es de salir del salón de la poesía y volver a articularla para que pueda ser hecha por todos.

¿La colección pretende actuar como un puente?

—No como un puente de piedra sino como un lugar común, un cruce trazado. El problema es el bache generacional y la necesidad de construir un puente que vaya y venga, no se trata de ninguna manera de refundar la poesía de los ’70. Hijos es el origen de una nueva política a través del escrache, pensar en nuestros padres que fueron desaparecidos y asumirlos como nosotros, como herederos políticos. El escrache también fue una forma de la poesía, fue una performance, fue una fiesta, fue una forma de poner la palabra al cuerpo, de poner en escena pública al cuerpo y cargarlo de política. Y eso también implica poner la poesía en la calle a través de una pancarta, un fraseo y una canción.

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