Sin la Perra soy puta vieja, pensó. Apoyó la cabeza en la almohada y sacó su libro. Sin embargo ellos no eran cazadores, apenas vigilancia con paga miserable, en una zona de imprenteros. Presintió que Alodia viajaba hacia Caballito. Que ninguno, en esa pieza, se daba por enterado de que Buenos Aires no tenÃa sangre desde hacÃa mucho. Las palabras eran agua negra del culo. Todos querÃan hablar del tiempo de los muertos, agarrarlo, pero nadie sabÃa en qué pozo estaba: dormÃan en los barrios vacÃos mientras Tabelú volaba entre los techos y el carbón de los incendios. Tabelú sabÃa que Buenos Aires habÃa reventado.
Los tiempos no tienen imágenes, pensó. La cabeza se le morÃa en el viaje, y tampoco entendÃa los mapas del Corso. Buenos Aires no podÃa ser un mapa. El habÃa caminado hasta el desierto, vio las fronteras, estuvo con los Prohibidos viendo caer el sol, esperando que llegasen de afuera los otros hombres. Los brujos a lo mejor sabÃan lo que pasó, pero no se lo dijeron. El aliento de Alodia era lo único que escuchaba. Entonces tampoco servÃan los treinta y dos libros de Fontaneiblú. Unicamente su libro decÃa la verdad porque no decÃa nada. Lo habÃa encontrado en Almagro donde las ratas no soñaban que habÃan sido dioses, ni la concha de la Tarca habÃa cagado bosta desde el cielo. Sólo los cazadores llevaban silencio en los huesos, sólo los cazadores sabÃan que Buenos Aires escupÃa criaturas envueltas en mierda, basura que con el tiempo se llenaban de palabras, de ganas de vivir y de matar. Siempre fui igual. Hipólito nombraba en el libro la tierra de Humberto, la ciudad antes habÃa sido Viena, pero lejos, cuando las ratas todavÃa no se habÃan masticado sus entrañas.
Abrió el libro en cualquier parte pero el que llegó fue el periodista, Basavilbazo. Orificio se levantó de un salto y le pateó los huevos hasta verlo hecho un ovillo con la boca abierta y cada vez más cerca del suelo. Después, con la rodilla en la quijada, lo levantó en el aire contra uno de los sillones, donde se siguió retorciendo. Le apretó el cuello de la camisa y percibió cómo se iba muriendo estrangulado, blanco, con la lengua seca. Recién entonces lo soltó. Fontaneiblú habÃa colaborado en salvarlo.
–Necesitamos salir de aquà –dijo el Corso.
–Hay peste en Buenos Aires, todas las salidas están cerradas –dijo el periodista recuperando la respiración de a poco.
–No es la primera vez –dijo Orificio–. Morirán muchas ratas, sobrará comida.
Fragmento de la novela inédita Orificio. Gentileza de Ana Amado y Mariana Casullo.
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