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Domingo, 23 de enero de 2011
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Por Santiago Sylvester

La caída que va de 1910 a 1920 se inicia literariamente con la “Oda a los ganados y las mieses”, de Leopoldo Lugones, cuyo entusiasmo resume la fe generalizada en el destino de nuestro país y la certeza de que lo mejor estaba en el futuro. Sus más de diez mil versos publicados por el diario La Nación dan cuenta del espíritu de aquel Centenario, que puede rastrearse en páginas tan distintas como las de Benito Lynch, cuando conjeturaba con fervor progresista cómo sería La Plata en 1932, o en la dedicatoria de Adivinanzas rioplatenses, de Robert Lehmann-Nitzsche: “Al pueblo argentino de 1910”, que mostraba la confianza implícita en una continuidad cultural que hoy casi nos resulta extraña. Aquel optimismo no campea, desde luego, en este nuevo Centenario; pero se lo puede recoger y, por qué no, hasta aprovechar.

En la década aquí tratada (de transición, como toda década, pero más que otras) concluye lo más visible de la estética modernista y se anuncia lo que vendrá a partir de la década siguiente y que abarcará todo el siglo. Vista desde aquí, resulta ser una década típicamente precursora, en el sentido de que anticipa una modernidad que, con variantes, dura hasta hoy.

Es lo que sucede, por ejemplo, con Ricardo Güiraldes y Macedonio Fernández: son precursores, respectivamente, de la vanguardia y de la poesía reflexiva o de pensamiento, que persisten hasta la actualidad; también con Alfonsina Storni, que modifica la presencia femenina en la poesía argentina, y con Juan Carlos Dávalos que, en prosa y verso, anuncia lo que se llamará literatura de la tierra.

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