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Domingo, 26 de junio de 2011
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Gelman y el tiempo

Por siempre joven

Por Diana Bellesi

Cuando conocí a Gelman, a mediados de los setenta, en la revista Crisis, ya tenía un Gelman en el corazón, el que había escrito los poemas de Cólera Buey y de Sidney West. Fue como conocer a Bob Dylan y a Jimi Hendrix, pero mejor, en el calor de aquel día de diciembre, porque su dulzura colmó mi corazón. Con pudor le llevé unos poemas guardados en el bolsillo de mi carpinterito y él los leyó. Son buenos, me dijo, y yo le conté que algunos compañeros me decían que eran pequeñoburgueses, porque hablaban de la infancia y de la muerte. El rió, con esa risa suave detrás de los bigotes, y murmuró: “No saben de la poesía”.

Volví a verlo en los ochenta, en casa de José Luis Mangieri, y luego en Nueva York, en Buenos Aires junto a los huesitos de su hijo un poco después, en México, y en el último oktubre –como decían los Redondos– en la Feria del Libro de Alemania, ya más vieja y él, joven y guapo como siempre. Este pariente del corazón con su voz tan queda que me pone a mí tímida como si tuviera veinte, que me abraza y sonríe como si nos hubiéramos visto ayer. Tan entero se lo ve, parece que el estruendo exterior de la prensa y de los premios no lo hubiera tocado. Tan reconcentrado en la intimidad como este último libro, El emperrado corazón amora, que tengo ahora entre mis manos.

Recuerdo su imagen la segunda vez, en su regreso a Buenos Aires, comiendo un asado con amigos que hacían planes llenos de optimismo, y él, silencioso, hasta que dijo al fin: “Debemos hacernos autocrítica”, despacito y tristísimo, lamiéndose las plumas. Ahí supe que el poeta ganaba en él al militante, la melancolía a la alegría, y eso que su alegría, la del deseo, era todavía intensa.

Cómo hacés, Gelman, para no envejecer nunca. ¿Quizá porque “Los puestos naturales del alma / crecen sin techo”? ¿O porque “El dolor y el amor / tienen y no tienen deudas / con ellos mismos”? Aún te leo y marco tus poemas con un signo de admiración, o marco versos enteros para acordármelos de memoria, por su hondura y su gracia en la fragilidad de la poesía. Ha de ser porque en tu envés, vive también la furia, como cuando decís en este libro “¿El grito no tiene sintaxis? / ¿El yacimiento que lo saca tampoco? (...) No poeticen la poesía bruscos, / no paisajeen músicas / hechas para otra cosa.”

Siempre me ha parecido casi imposible comentar un libro de poemas, y más uno de Gelman. Me quedo leyendo sus versos marcados, sus poemas enteros, y lo único que quiero es citarlos. Tal vez porque el poema sólo habla su propia lengua, y ante él toda glosa es ilusoria. Aun así interrumpo la lectura y me pregunto: ¿por qué quiero volver a ellos una y otra vez? Por sus “tántalos / que se encrespan devueltos / a su repetición”, o porque “El colibrí detiene al aire / con brazos que no se ven, santísimos”. Quizás porque todo afuera draga hacia adentro en la poesía de Gelman, porque en algún lugar sigue escribiendo hoy como lo hizo en la juventud, cercando el misterio, abruptamente o despacito, y recuerda que “Las gracias de la noche cocinan / sombras crudas de la belleza, mesas / donde comió la juventud”. Y porque sabe esto: “Qué escribe lo que escribe es / una pregunta sin amparo”, y sin respuesta...

Ni hablar de los poemas de amor que escribe Juan Gelman, como el dedicado a su mujer, Mara, con el impulso de esos versos que le presta Juancito de la Cruz y que le hacen decir “Salta el amado por la amada / de un sitio a otro de sí”... como lo hace en su polifonía este libro que ahora cerramos, para abrirlo cualquier día de estos, o para abrir su obra completa y encontrar ahí algo que conmueva al humano corazón, porque es del metro, del acento, de la sílaba, como dice Roberto Calasso, que está hecho el puente que nos lleva al cielo, el canto, “La madre humana sílaba final”.

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