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Domingo, 26 de junio de 2011
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Gelman y la infancia

El silencio de los inocentes

Por Sergio Kisielewsky

La palabra viajera, la sonrisa imperfecta, las zonas de intemperies de amor donde el tembladeral del corazón deja constancia, testimonios. Donde la escritura es el viaje al primer amor, a los helechos de madre, a esas máquinas que no hacen ruido: las palabras. Poemas que no te dejan respirar o que cortan el aliento. Es sólo un instante donde el aire no entra en la pluma y el recuerdo hace su trabajo con la arcilla de las horas. “Falsifican con gusto, a veces mienten con la verdad”.

La estética del decir y la potencia de sugerir aquello por lo cual Gelman es Juan a secas, único, reconocible, nuestro y maestro. Aquel que nombra una cuchara para elevar lo cotidiano al lugar de la emoción como alguna vez lo hizo Miguel Hernández en Nanas de la cebolla describiendo el hambre en capas que provienen de la tierra. “En la cuna del hambre mi niño estaba /con sangre de cebolla se amamantaba/ hambre y cebolla/ hielo negro y escarcha grande y redonda”. En Gelman lo ubicuo, lo inerme, la desolación deja paso al ritmo de las imágenes, el trabajo sin alteraciones con los sonidos íntimos, y esa alegoría por lo que queda siempre por construir.

El emperrado corazón amora tiene guiños a lo que se ignora, al temblor en la edad de la inocencia y el recuperar el lugar de los padres (“lo que no se entierra/ corta por la mitad”) viene a decirnos que el trabajo con la palabra no se extingue porque aún hay mucho por descifrar pues los poemas poseen la memoria de lo que no termina de nacer, memorias en busca de un puerto seguro o los silencios de madre en cada vuelta de página. Como una pausa entre tanto torrente Gelman incorpora el humor, la gracia (“no pasa/ la naranja”) al nombre del papel que no puede revelar citas y lugares. El libro entonces toca todos los orígenes. Las cabalgatas a caballo por las sierras de Córdoba, las voces y los rostros de los padres jóvenes, la pelota hecha de papel y juegos y la cuchara como señal de ausencia, lo que no se puede callar es más sonoro que lo que se dice en los poemas. Si el libro tiene una secuencia el ritmo se interrumpe en una ciudad que cuesta recorrer, un momento íntimo que evoca a un hermano que admiró los poemas de Pushkin. Entonces el imaginario recorre la historia de la poesía con el mundo atrás y la utopía por delante. El tono de la obra es que “te parecías a la palabra que no alcanzo a decir”, dice Gelman y así convoca a lo más intrínseco, esencial del oficio. Esos intentos de alcanzar algo y no llegar, ese hueso de la lengua que contiene el poema a medio borrar, a medio decir. Pues su estética desde siempre es que el poema dice lo que calla. Como esa memoria del deseo, una larga mesa donde los prójimos se sientan a celebrar la vida. Un libro ardiendo al costado del quicio, todo emperrado, añorado, dispuesto a que la palabra sangre de una vez.

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