La primera experiencia de lectura que recuerdo con más nitidez y emoción, casi al borde del paroxismo tiene que ver con la televisión. Ni dibujos animados, ni El Zorro, ni Batman y Robin. No, muy lejos de eso. Rolando Rivas, taxista. Una simple novela semanal que paralizaba al paÃs allá por el ‘72 o ‘73 y que yo no tenÃa idea que paralizaba nada, excepto mi percepción. ¿Qué serÃa lo que me llamaba la atención? La novela en sÃ, la historia que se contaba o la permanente excitación que todo eso generaba en mi madre que la miraba con piadosa asistencia? Entonces revelarÃamos que mi primera experiencia de lectura fue leer su emoción y su rostro ante una novela de masas que era vista simultáneamente en muchas casas del paÃs a la misma hora, casi al mismo momento. ¿Y qué era lo que habÃa ahà escondido que me hacÃa vibrar de emoción a mÃ? Convengamos que un taxista con problemas amorosos y familiares era algo tan alejado de mi realidad como pensar la llegada del hombre a la Luna. Era lo mismo de lejano y arbitrario. Yo, un simple escolar que viajaba todos los dÃas a la escuela, lejana en mi barrio, para el que subirse a un taxi era una cuestión de emergencia, que a los ricos los veÃamos en el centro de la ciudad, que la barra de amigos de la esquina era en realidad una banda de forajidos que robaban niños, asaltaban ancianas y desafiaban a jóvenes muchachos que querÃan ir del trabajo a casa y de casa al trabajo. Lejos también estaba de mi percepción la voluptuosidad polÃtica que se vivÃa por esos tiempos, algunos clandestinos y otros tan inmensamente visibles. Pero lo que adivinaba detrás de ese relato que emanaba de la televisión era la convicción de que era construido. Que los seres humanos que se movÃan y modulaban su vida en pedacitos durante una hora y media, era eso, una verdad editada en pedacitos. Porque ahà no se los veÃa comer siempre, jamás se los veÃa bañarse, mucho menos dormir y roncar. Y ni pensar en los actos prohibidos que ya sabÃamos que existÃan pero que también la experiencia nos indicaba que de tan prohibidos ahà nunca los hallarÃamos. El tiempo se tergiversaba, la noche y el dÃa se diferenciaban con una bocina de tránsito o con el sonido de un grillo resistiendo en la maceta del patio. AdvertÃa que lo que parecÃa real era en verdad de mentirita, lo que era de mentira era muy pero muy falso. Que la diferencia entre un exterior en una plaza colmada de gente no se relacionaba con un decorado con puertas que cerraban mal y con teléfonos que sonaban de manera grandilocuente, pero eficaz para la historia, no para la vida. Donde los teléfonos no llegaban nunca, tardaban años en aparecer por las casas y el desfile de vecinos para usarlo era interminable. Entonces sobrevino la gran pregunta: si todo eso es construido, está siendo diseñado por alguien. Y ese alguien: ¿quién es? En este caso el alguien era un tipo que se llamaba Alberto Migré y que parecÃa tener seguidores en todo el paÃs. Era conocido por construir relatos de esta manera, parecidos en su forma: es decir una vez por semana, a la noche, se encontraba ese tramo de la historia en continuidad. No asistir a uno de ellos era saltarse una parte imprescindible de la historia de esos personajes. Porque me explicaron, sospecho que en la escuela y vÃa una maestra arrobada en la figura esbelta de Rolando, esos no eran seres humanos normales como cualquiera de nuestros tÃos o de los novios de nuestras tÃas. No, éstos eran seres humanos que hacÃan de cuenta que llevaban esa vida pero que no eran esas personas. Ahà se me armó un lÃo tremendo en la cabeza, porque entonces además del tan afamado Migré habÃa un tal Claudio GarcÃa Satur que hacÃa, movÃa, gesticulaba y sentÃa a Rolando, y una tal Soledad Silveyra que le ponÃa el cuerpo, el llanto, la risa y la emoción a Mónica, la mujer por la que sufrÃa Rolando. Un lÃo, porque ese tema del cual se la pasaban hablando, discutiendo, gritando, llorando, peleando, maldiciendo, soñando y riendo se llamaba amor. La suerte, lo tranquilizador era que semejante lÃo molestaba a esa pobre gente una vez a la semana. Nada más. Menos mal.
* Marcelo Camaño es guionista.
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