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Domingo, 7 de octubre de 2012
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La universidad secreta

Por María Moreno
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¿Qué es ser joven? Mariano Moreno hizo la revolución a los treinta y dos años, Claudio María Domínguez ganó el programa Odol Pregunta a los nueve, Remedios Escalada se casó a los catorce, el Petiso Orejudo empezó a matar a los doce (o le hicieron la cama). Siempre se es joven en relación con algo, significa estar adelantado para...: sólo hoy la juventud es un factor independiente que se convoca para el ejercicio de tres acciones (una pasiva): votar, comprar y morir. El primer libro de Juan Ignacio Boido se llama El último joven. Título extraño: ¿homenaje subliminal al joven que fue entre sus mayores, que no pasaban los cuarenta años (Juan Forn, Rodrigo Fresán, Alan Pauls), cuando él debutaba en Página/30 con una nota sobre el teleteatro y salía a patear los cuarenta grados de ese verano en decenas de entrevistas? ¿O algo más patotero? Que ya no hay jóvenes, que los que pretenden serlo no lo son o que ya no quedan, salvo ése del título que no es el de ningún cuento, pero que aparece como muerto dentro de un batallón de poetas (“habló de la manta de lana en que se envolvió el último joven del batallón de poetas”).

El último joven, sus cuatro cuentos (“Todo tienen algo con su nombre”, “Y lo demás escrito en las estrellas”, “Lo que dejamos atrás” y “Poco después de abandonarlo todo”) y una nouvelle (“Teddy Hernández entra en la literatura”) se parecen a una reconquista, la de todos esos registros y personajes que la literatura argentina ha declarado en extinción (¿anda por ahí algún otro libro de autor cuasi-imberbe (como autor) en donde se mencionen chimeneas enfrentadas y cuadernos forrados con lana de oveja, avionetas privadas y la Divina Comedia traducida (mal) por el General Mitre?). Los cuentos de El último joven son maravillosos, de acuerdo con las cautelosas categoría de Todorov, y lo que es seguro es que bien podrían integrar la Antología de la literatura fantástica de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo.

LA USINA

Página/30 fue un laboratorio de escritores, una especie de hotel Algonquin en donde, con el camuflaje del periodismo de largo aliento –entonces no se llamaba crónica–, se vivía en literatura, todo por una cierta cantidad de consumidores que se abalanzaban sobre el video que acompañaba la revista y que provocaba un sentimiento mezcla de coleccionismo, cinefilia más o menos genuina y pijoterismo (el combo era barato). Es así que la revista venía a ser el packaging que, de contrabando, estaba firmado por los mejores escritores y artistas con ganas de pasarse de los límites de la columna o de la nota y, encima, poner a prueba sus teorías prêt-à–porter.

–Para mí la redacción de Página/30 fue como una universidad secreta. Por esa oficina en el fondo del diario pasaban todos. Además, veías a los escritores como en ningún lado. Charlie Feiling, Alan Pauls y Rodrigo Fresán, como editores, pensaban al servicio de otros y es muy raro ver a los escritores pensar al servicio de otros: en cierto modo, era verlos pensar lo que otros iban a escribir. Y ése terminó siendo mi trabajo como editor: pensar sobre lo que van a escribir otros.

¿Y la facultad?

–La facultad fue la oportunidad de leer libros que sólo podía leer dentro del espacio académico: un poco adquirir la conciencia de una tradición sin volverse demasiado clásico.

HISTORIA DEL HEROE Y EL TRAIDOR

Pero ojo, El último joven no es un libro anacrónico, simplemente se sustrae a la fecha como el mito y los cuentos que se cuentan una y otra vez y cuyo contexto desaparece en la memoria de millones de niños ayudados a dormir a los largo de miles de años. No bloguea ni es hospitalario con los géneros menores de la cultura de masa, ni hace minimalismo autobiográfico, ni realismo atolondrado, ni peronismo arty. O sea, si el generacional es un corte precario pero operativo, con él hay que hacer un corte de mangas. Pero infiltra por ahí al personaje de Bolaño, el Messenger, algún sospechoso de menemismo, sólo que Boido es un maestro de la alusión.

En los textos de Piglia, la figura del último está asociada a la del traidor, alguien que vive el dilema fatídico entre conservarse y consumirse o cambiar de mano y sobrevivir. En tu libro hay una especie de “traición” a las estéticas que se esperan ahora en un primer libro o en un autor “joven”.

–Este no es el libro del editor de Radar. Tampoco es un libro escrito contra nada. En principio, diría que mi juventud está enterrada: Página/30 cerró justo cuando empezaba Internet, con lo cual nada de todo lo que hice ahí existe. Y a partir de que fui editor de Radar, en 2002, tuve que ponerme el traje de adulto. De alguna manera, me siento demasiado joven para el siglo XX y demasiado viejo para el siglo XXI. Por mi trabajo quedé más bien vinculado con la generación de arriba, y eso además me volvió más solitario.

BB: BORGES&BOLAÑO

Si la deuda con Borges fue una angustia para acreedores que hoy comienzan a parecérsele también físicamente y no sólo por tics que incluían el de la fatiga del verbo fatigar, Boido, quien podría ser su nieto, está liberado:

–Todo lo que Puig habilitó para la literatura argentina, para mí ya estaba naturalizado. Copi era lo que yo veía en Urdapilleta y Tortonese. Fogwill me había mostrado el modo de hablar de la vida cotidiana y la intimidad en un país donde todo parece estar, todo el tiempo, acechado y atravesado por el gran relato, el de la política. Y lo hizo con la contundencia de la cultura del rock que tanto buscás en la adolescencia: con un lenguaje y un sonido propios. Por eso yo después me acerqué a Borges como al viejito del geriátrico sentado en un rincón, al que nadie daba bola. Y fue Roberto Bolaño el que me lo señaló, un escritor que para mí fue como si aparecieran los beatniks, porque revitalizó la literatura, le devolvió un aliento continental y en el fondo, me parece, quería convertirse en el mejor escritor argentino. Para mí, Bolaño es el gran lector de Borges. Yo pensaba: ¿en qué se parecen? Si uno lee sus primeros libros uno no entiende bien cómo ellos dan ese salto que después los convierte en los autores que son. Creo que es cuando se vuelven lectores de sí mismos y de sus derrotas de juventud. Los dos son poetas vanguardistas, uno es más un anarquista, republicano de la Guerra Civil, el otro viene de la izquierda de Allende, pero en cualquier caso se vuelven mitólogos de esas derrotas de juventud; es decir, se vuelven los escritores que leemos hoy en el momento en que aceptan que su juventud terminó.

Hay en El último joven una presencia de los sueños prefreudiana, como una vida paralela que es preciso vivir más que descifrar, un hipnótico uso de la enumeración caótica borgeana –nada más inapropiado que este adjetivo en una figura retórica cuando se empeña en enlazar cosas que combinan aunque parezcan lejanas y enfrentadas– como la que enlaza la lengua secreta de los guaraníes y de los negros en la guerra del Paraguay, quienes ignoraban que los otros la conocieran, con la que rezaban los chinos milenarios ante una cruz, el infierno de hielo de los vikingos con el paraíso de nieve de los esquimales puestos en ósmosis misteriosas, el mismo tono en donde un solo hombre parece hablarle a otro hombre desde un punto del tiempo, pero para siempre.

En el libro haya muchos sueños, pero parecen prefreudianos.

–No quise que fueran sueños alegóricos o simbólicos, sino que se fusionaran con naturalidad con el relato. Un día escuché cómo funciona el ideograma y lo que entendí me pareció que eso era la literatura para mí: algo que produzca placer y sentido al mismo tiempo, un impacto estético, emocional e intelectual que se imprime en la mente del que lo mira. Y yo me preguntaba: ¿cómo escribir si somos tan conscientes de todo, si tenemos tanta idea de la tradición y además hay una industria de la vanguardia? ¿Hacia dónde te replegás para decir algo sincero? Que tenga que ver con tu experiencia, pero que no sea completamente confesional porque yo tampoco creo que cualquier anécdota sea literatura. La única certeza que tenía era que la literatura no deja de ser una voz, porque al final, cuando le arrancás las contratapas y las solapas a un libro, cuando no leés las críticas, cuando te quedás sólo con el interior y no sabés de quién es, queda una voz y ésa es la voz de la conciencia.

Con tapas o sin tapas, todo el libro está impregnado por una nostalgia por lo extinguido.

–Si te gusta la literatura en Argentina, sí o sí desarrollás una relación con eso: armar una biblioteca es buscar libros viejos, saldados o descatalogados, muchos libros que el sistema va dejando de lado. Cuando vos te das cuenta de la cantidad de libros que escribieron en la antigüedad, ¿cuántos llegaron hasta nosotros? De los presocráticos nos quedaron sólo fragmentos. Y están los libros que sólo llegan a nosotros a través de la palabra de otros. La literatura argentina también está signada por libros desaparecidos, ¿no? La novela que Borges nunca escribió, la novela que Walsh estaba escribiendo y nunca apareció... Estas cosas te llevan a tener nostalgia por libros que ni siquiera conociste.

Otra rareza de Boido autor: Teddy Hernández (“Teddy Hernández entra en la literatura”), Gran Gatsby criollo al que el narrador le sospecha matufias político-financieras, es el que da una magnífica lección que fusiona teatro griego, drama político e investigación inédita, con la puesta en escena en su campo de un monólogo teatral lleno de palabras perdidas por el tiempo, una especie de Antígona en la plegaria de una mujer ante una cerámica con la figura de un soldado. El poder y el arte-literatura ya no están separados como en las facilidades de cierto pensamiento de izquierda contemporáneo.

–Hubo una escena que me emocionó mucho. Un día, hablando con Lilia Ferreyra, yo le pregunté por el libro de Walsh que había sido secuestrado en la ESMA y ella me recitó la primera página de memoria. De alguna manera, también hay algo de Lilia en esa mujer de la escena. A mí siempre me pareció que en los pañuelos blancos había una dimensión tan mítica que quise buscar una escena en la que resonaran. Pero, ¿cómo escribir sobre las Madres de Plaza de Mayo, más allá de que trabajara en Páginal12, sin impostar una conciencia? ¿Cómo hacerlo? Para mí, las tragedias del siglo XX nos dejaron con tres tipos de narradores: el sobreviviente, el testigo y el investigador. La conciencia, me parece, es el arma más poderosa de la literatura: es ese punto en el que los tres confluyen, esa membrana que capta todo: la mirada que sobrevive al mundo y la que se investiga a sí misma.

¿El último joven es lo que querías escribir?

–Creo que uno nunca escribe el libro que planeaba escribir. Una vez escuché a Piglia decir que lee los primeros libros de los escritores, porque ahí está todo. Es una teoría, como muchas. Pero creo que tiene algo de razón: si ese paso se da con honestidad, ahí está todo: el tono, el tema, la mirada, la visión del mundo. Por eso te digo que el libro es una suma de mis obsesiones. Yo, por ahora, no tengo más obsesiones que ésas.

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