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Domingo, 24 de noviembre de 2013
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UNA CHICA BLANCA MALA

Por Doris Lessing

De chica, en Rhodesia, no estaba en contacto con relatos. Los africanos contaban historias constantemente, pero no se nos permitía mezclarnos con ellos. Fue lo peor de haber vivido ahí. Quiero decir: yo podría haber tenido maravillosas, riquísimas experiencias en la infancia. Pero era inconcebible para un niño blanco juntarse con negros. A pesar de ese aislamiento, cuando volví a Inglaterra, la encontré muy constreñida, pálida y húmeda; todo era muy cerrado y demasiado doméstico. Todavía la encuentro así. La encuentro linda, pero muy organizada. No creo que haya un centímetro de paisaje inglés que no haya sido manipulado de una manera u otra. No creo que quede un pasto salvaje en todo el país. Pero, al mismo tiempo, no siento nostalgia de un paisaje africano mítico. Yo no viviría en ese paisaje. Cuando volví a Zimbabwe, dos años después de la independencia, me quedó muy claro que, si volvía, yo era algo del pasado. Mi única función en el presente es ser una especie de talismán. Inevitablemente. Porque soy la “chica local que se hizo buena”. En el régimen blanco yo era la mala. Nadie tenía algo bueno que decir sobre mí. Es difícil hacerse a la idea de lo mala que era yo. Pero ahora está todo bien. Estaba en contra del régimen blanco. Había una “barrera de color” total. El único contacto que tenía con negros era con los que trabajaban como sirvientes. En cuanto a los políticos africanos, era muy difícil relacionarse. Es muy difícil tener una relación con gente negra que debe meterse en sus casas a las nueve de la noche porque están bajo toque de queda, o que viven en la más completa pobreza, cuando uno es blanco y no le pasa lo mismo.

Soy compulsiva para escribir. Y creo profundamente que es algo muy neurótico. Cuando termino un libro y lo mando al editor, es puro alivio, felicidad. No tengo que hacer nada, me puedo sentar y perder el tiempo. Pero de repente empieza. Esta horrible sensación de que estoy desperdiciando mi vida, que soy una inútil, que no sirvo para nada. Inclusive si me paso el día ocupada siento que no hice nada si no escribí. No tiene sentido.

Escribí durante toda mi infancia. Y escribí dos novelas cuando tenía 17 años, muy malas. No lamento haberlas desechado. Así que escribí. Tenía que escribir. No tenía educación. Dejé la escuela a los 14 años y no tenía capacitación. En ese momento era niñera. Y era muy aburrido. Así que pensé “voy a intentar escribir una novela”. Escribí dos. Volví a la granja y lo hice. En Africa, claro. Era una lectora voraz, pero demasiado joven para escribir una novela. Mi madre hacía traer libros de Inglaterra.

Soy una hija de la Primera Guerra Mundial. Mis padres fueron dañados por esa guerra. Mi padre físicamente: perdió una pierna. Y mi madre mental y emocionalmente. El también, claro. Sé lo que es crecer y ser criada en una atmósfera contaminada por la guerra. Mi padre no paraba de hablar del frente. Estaba obsesionado. En el distrito donde fui criada había media docena de ex combatientes y todos se reunían con mi padre y no paraba esa conversación obsesiva sobre las trincheras y los generales y todo lo demás. Yo escuchaba: era terrible. Estos hombres estaban traumatizados. Por fuera eran muy civilizados y buenos y amables. Pero eran víctimas de la guerra. Yo no veía a mi padre como un hombre: para mí era un soldado. El odio de mi padre por las trincheras se me hizo carne cuando era joven y nunca me abandonó. Es como si fuera mi propio recuerdo: como si esa vieja guerra estuviera en mi conciencia. Mis padres nunca dejaban pasar una oportunidad para hacerme sentir mal acerca del pasado. Y cuando más vieja me hago, más siento el peso de esa guerra. Fue monstruosa. ¿Cómo dejamos que pasara? ¿Por qué seguimos permitiendo las guerras? Cuando me muera, al menos, voy a estar contenta porque la guerra ya no va a preocuparme. Es la constante de mi vida.

Mi madre también estaba herida. Ella iba a casarse con un médico joven y atractivo que murió en el hundimiento de un barco. Nunca lo superó. Era enfermera en un hospital de la Marina Real y allí conoció a mi padre, que había sido amputado.

En mi juventud fui comunista. Roja. La razón principal por la que me hice roja fue que los comunistas leían todo el tiempo y leían los mismos libros que yo. También porque era la única gente que conocía que parecía entender la imposibilidad de mantener en el tiempo el apartheid, ese sistema ridículo, un puñado de blancos sojuzgando a los negros.

No duré demasiado como comunista. Me pasó lo mismo que a los demás. Todos fuimos comunistas y ya no lo somos. Estábamos enojados. Creíamos realmente que quince años después de la guerra el Paraíso reinaría en la Tierra: en la Utopía. Todo lo malo iba a ser prohibido: el capitalismo, la crueldad, el maltrato a las mujeres y los niños. Y nos creíamos esas tonterías. Eramos estúpidos. Los sueños son estúpidos si llevan a acciones poco realistas. Eso tienen de malo. Si uno está soñando con utopías maravillosas y grandes horizontes y fabulosos amaneceres, no puede ver lo que está aquí, cerca. Y no puede ver lo que realmente es capaz de hacer.

Creo que los eventos terribles, como la guerra, dejan un moretón en la psiquis nacional. No se puede salir de la terrible Segunda Guerra Mundial y decir “bueno, terminamos. Ahora vamos a ser dulces y amables”. No es así. Hay demasiada gente formada por la guerra que están asustadas y dañadas. Y solucionar eso lleva tiempo. Creo que la generación de los ‘60 estaba dañada por la guerra. Uno tiende a olvidarse eso, a recordar sólo la explosión juvenil y la liberación sexual. Uno olvida ese daño.

Este texto incluye fragmentos de entrevistas que Doris Lessing le dio a The Paris Review, The Telegraph y al periodista Bill Moyers para el programa Now de PBS, la televisión pública norteamericana.

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