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Domingo, 9 de marzo de 2014
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UNA NUEVA VIEJA PELICULA

Por Angel Berlanga
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Cuando Osvaldo Soriano supo de Chandler y se puso a leer las historias de Philipe Marlowe, se deslumbró. Un asunto generacional entre muchos periodistas culturales que querían escribir ficción de fines de los ’60, primera mitad de los ’70: recuerda Rodolfo Rabanal que por esos días la consigna consistía en memorizar el primer párrafo de la inolvidable El largo adiós. “El efecto que esa novela causó en Osvaldo fue decisivo –escribe Rabanal– y hasta me atrevería a decir que su estímulo puso definitivamente en marcha la maquinaria de su talento narrativo. Recuerdo cuánto nos gustaba Marlowe, con su parquedad sentenciosa, sus debilidades varoniles y el sabio relumbrón de su escepticismo.” En esos primeros años en Buenos Aires, Soriano se devoró miles de páginas de novela negra: Hammett, Chandler, Chase, Ross Macdonald. Y, por supuesto, se interesó por las biografías de los autores. A la par de su trabajo en La Opinión de Timerman, intentaba una novela con El Gordo y el Flaco como personajes. No le encontraba la vuelta, hasta que una noche se le ocurrió incluir a Marlowe como protagonista: a él recurre un Stan Laurel ya viejo, para que le averigüe por qué no le dan más trabajo en Hollywood. “Yo estaba enamorado, como todo el mundo, del personaje duro y romántico de Marlowe”, decía Soriano.

De El largo adiós tomaría de bandera una frase, Soriano, para el título de esa primera novela: “No le digo adiós. Se lo dije cuando tenía algún significado. Se lo dije cuando era triste, solitario y final”. Por tono, biografía del personaje, personalidad y contexto, la caracterización que hace de Marlowe es impecable. Pero hay mucho más que eso de Chandler en este libro inicial de Soriano: los diálogos cargados de ironía, la acción, la dosificación de comparaciones que devienen de una mirada muy aguda del cotidiano, la determinación férrea en pos de una causa absurda o perdida para el deber ser, el continuará implícito en el fin de cada capítulo, el retrato de personajes aleatorios que van componiendo un mural social fragmentado. Dicho esto, hay que anotar al toque que Soriano hace otra cosa, que su libro no es una imitación de Chandler. Compone el talante de Marlowe y lo pone a andar... con un periodista que se llama Osvaldo Soriano. Se encuentran ante la tumba de Stan, que lleva siete años muerto. “Soy periodista, pero no busco información. Estoy escribiendo una novela sobre Laurel y Hardy y pensé que usted...”, le dice al detective, en procura de invitarlo a cenar. Además de entreverar personaje y autor, Soriano hace de sí una semblanza de antihéroe: se presenta como un tipo gordo, con poco pelo, chueco, temeroso de a ratos. En un momento fabuloso de la novela ambos se tapan las caras con pañuelos y emboscan a un par de guardias de la Academia de Hollywood; para terminar de ocultar la identidad, Marlowe lleva su típico sombrero y Soriano se pone en la cabeza ¡un pañuelo anudado en las puntas! “Parecía un hincha de fútbol enmascarado”, escribe. Es una marca de origen: en sus libros habrá, siempre, escenas grotescas, caricatura, el borde delirado de un realismo que contiene el humor y el drama, la melancolía, la política, el vértigo narrativo.

Vértigo: por ahí todo se desmadra y, para secuestrar a Chaplin, en plena ceremonia de la Academia, Marlowe y Soriano se agarran a trompadas con John Wayne, Charles Bronson, Dean Martin y James Stewart: un episodio deforme de El Gordo y el Flaco. En algún momento, ya en fuga, se refugian con unos hippies en un bosque y se fuman unos porretes; en otro, luego de una paliza que les da la policía, Chandler aparece caminando por una playa. “No se vaya, mire lo que han hecho de mí”, murmura Marlowe. Para muchos lectores, Triste, solitario y final es la mejor novela de Soriano (y sin embargo hay tramos que denotan su condición de primer libro). En agosto de 1973, a dos meses de la publicación, recibía una carta de Cortázar: “Tu libro es para mí ese imposible que no puedo impedirme soñar: una nueva vieja película, una nueva vieja novela de Chandler. (...) Te agradezco como lector el incesante, perfecto humor de tu prosa, de las situaciones y los sobreentendidos; sin él, tu novela no hubiera tenido sentido. Los diálogos, en esa especie de traslatese deliberado pero en el que has ido metiendo tu propio estilo, le dan al relato su ubicación perfecta y esa verosimilitud de lo absurdo que es el privilegio de los mejores novelistas, empezando por Chandler”.

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