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Domingo, 15 de marzo de 2015
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EL IDIOTA DE LA FAMILIA

Por Fernando Bogado
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La familia. Gustavo Ferreyra Alfaguara 576 páginas

“Todo lo que se pudre forma una familia.” Este verso de un poema de Fabián Casas bien podría haber salido de la pluma de Gustavo Ferreyra o, para ser más exactos, funcionar como epígrafe del ensayo “Vida y Sujeto”, escrito por el personaje principal de La familia, Sergio Correa Funes. Y es que lo que leemos en la obra de Ferreyra o de Correa Funes asedia a la más sagrada y perversa de las instituciones sociales (y capitalistas, bien lo sabía Engels) con el objetivo de rozar aunque sea por un momento la libertad absoluta que supondría para el hombre el vivir por fuera de ella. La novela de Gustavo Ferreyra arranca con eso, con un primer capítulo en donde leemos la voz solitaria de Sergio, que, habiendo perdido a sus dos hijas, con un matrimonio en declive, trabajando en un banco en donde todo el mundo le dedica su mirada piadosa, soñando con las tetas de Flor, una de sus compañeras, toma la decisión de pensar lo imposible: disolver la familia. Pero esto no quiere decir una eventual separación, sino desarmar, entregar al olvido el concepto mismo de familia. Que el hombre se cuide a sí mismo y deje de depender de esa cosa putrefacta que lo ata y lo limita. Eso, en definitiva, es lo que está buscando, casi como un regalo para las generaciones por venir.

Con esta posición tomada apenas comenzado el libro, las páginas siguientes explotan en todas las direcciones temporales a la manera de un ojo que busca rastrear, documentar, la vida de los antepasados de Sergio, como su padre Gustavo, su madre Elba y su abuelo Carlos, entre otros. No por nada se suceden capítulos en primera persona que siguen el pensamiento de Sergio y capítulos en tercera que relatan los días de los diversos familiares convocados: el ojo narrativo quiere encontrar, de alguna manera, el origen de esta semilla disolutiva que Sergio terminará aceptando y difundiendo. Así, ese ojo se posa sobre el abuelo Carlos, dueño de una estancia, que se separa de su mujer y se queda con dos de sus hijos para criarlos en plena libertad en su territorio –libertad que, claro, se confunde peligrosamente con el total abandono–. O sobre Gustavo, quien crece para convertirse en voluntario en la Segunda Guerra Mundial en territorio africano, luchando contra las fuerzas del Eje pero todavía perseguido por los fantasmas familiares. No por nada, a su regreso al país natal, encuentra sofocante la rutina y muy de a poco comienza a pensar que en la guerra estaba mejor, que el ejército era su verdadero lugar, una institución dedicada a mandar a sus hombres a la aventura y a encargarse de sus quehaceres cotidianos. O también sobre Elba, quien no puede cumplir con sus ansias intelectuales debido al mandato de un padre ausente y una madre que la desprecia. O en el propio Sergio, si viene al caso, que, en su primera adolescencia, reparte su tiempo entre el tenis jugado de a uno, contra una pared, y la solitaria masturbación. Cada uno de los personajes sufre o hace sufrir a los demás haciendo flamear la bandera rancia de la familia de lado a lado, como si su solo nombre justificase las acciones menos “familiares” posibles, las más egoístas, las más personales.

Ferreyra logra con maestría entregarnos una novela cruda, que no da el brazo a torcer ni teme pegarse a la literalidad de las palabras, a las consecuencias de las ideas puestas en práctica, en una estructura alucinante que va saltando de año en año y que, en alguna medida, conforma un mosaico en donde puede leerse la historia del siglo XX (y aledaños). Los capítulos dedicados al año 2106, momento en el que las ideas de Sergio cobran cuerpo en lugares como Nueva York y diversos individuos lo veneran como a un héroe, muestran el complejo juego de tonos del texto: pasamos de esos retratos familiares y objetivos a la descripción de un futuro casi satírico que parece reírse, retrospectivamente, de la pena y los dramas de todos estos hombres. Los soliloquios de Sergio, por otro lado, generan todavía un contraste aún más notorio con esos fragmentos distópicos: el protagonista se muestra tal cual es, encerrado en sí mismo, solo, entregado a pensar una y otra vez en torno de la dicotomía central de su pensamiento, la oposición de la Vida (concepto que aúna todo lo biológico, todo lo que fluye, el Hombre en tanto masa orgánica) y el Sujeto (la razón encarnada, lo que se distancia de lo meramente corporal, la conciencia estática). Frente a la acción del futuro, la inacción del presente de Sergio, el lento meditar en torno de lo cotidiano para llegar a la redacción del ensayo que opera como cierre de la trama intelectual, en un peloteo solitario que va, precisamente, de la Vida penosa de un don nadie al glorioso Sujeto del pensamiento revelado.

Novela desafiante, de largo (des)aliento, Gustavo Ferreyra construye en este, su noveno libro, un mundo verdaderamente desesperante. Con un estilo llano, atrapante –los capítulos en primera persona van de manera impecable de lo cotidiano a la abstracción filosófica sin por eso resultar rebuscado–, La familia, en su lectura, hace las veces de la homónima institución: ambas son, en definitiva, una prisión de palabras de la que uno nunca podrá (nunca querrá) salir.

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