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Sábado, 10 de febrero de 2007
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Mirá la vecina

En el laboratorio

–Mirá la vecina haciendo la siesta. Eso debería declararse patrimonio y no sepulcros históricos, habitaciones donde pernoctaron próceres truchos y cosas por el estilo. Deberíamos declararlas a las dos, a Ella y a la Siesta, la bendita y sagrada Siesta. Porque si no hacemos algo rápido flaco, esta especie en extinción se nos va, desaparece. Y vos podrás vivir sin ella, pero yo no. Definitivamente, no.

La rutina semanal de Juan y Matías camino al laboratorio recibía ese providencial regalo, los jueves y viernes, cuando Guadalupe visitaba a su abuela y protagonizaba esa celestial escena. Desde la vereda, en puntas de pie, los dos pugnaban por ver a esa aprendiz de Lolita, que siempre se presentaba semioculta por mullidos almohadones, libros y el mismo tejido interminable de todos los años. Después de la canchita de la esquina, del deportivo y de las milanesas maternas, ella ocupaba un lugar de privilegio en sus preferencias.

La amistad entre Juan y Matías había comenzado el día que terminaron la secundaria sin rumbo fijo y juntos –por casualidad– decidieron rescatar de un volquete un montón de cosas viejas. Las mismas que después terminaron en la biblioteca y la sala de la comisión directiva del club del barrio. Con el tiempo, se fueron perfeccionando en eso de recuperar y reciclar. So pena de soportar las cargadas de sus amigos porque, según ellos, eran demasiado jóvenes para esas cosas. Como armadura de autodefensa, ambos habían elaborado una justificación. A pesar de la amistad y los momentos que compartían con sus amigos, creían que ellos sin saberlo estaban influidos por los ideólogos del cambio. Una especie de escuadrón de mano dura dispuesto a acabar con todo resabio de identidad, que vivía mutando permanentemente. Los dos habían tenido familias que se pasaban de mudanza en mudanza, y padecieron el cambio continuo en carne propia. No bien hacían amigos en un barrio ya tenían que dejarlos para encontrarse con otros. Quizás esto haya disparado su fobia contra los mutantes, como ellos llamaban a los miembros de la secta del cambio.

Al principio, con reduccionismo adolescente, pensaron que todo se trataba de una lucha entre el bien y el mal, entre mutantes y pasatistas. Pero después se dieron cuenta de que el tema ni tan blanco ni tan negro. La gama de grises era infinita y a menudo cambio y permanencia se confundían. De sus eternas discusiones, habían llegado a una ecuación que les pareció sensata. Viendo que los extremos las más de las veces se nutrían como dos partes de un mismo organismo, optaron por rechazar el pasado como lastre y el presente como sinónimo de mutación constante. A menudo, este discernir entre qué recuperar y qué dejar atrás era visto por los mutantes como un signo de hibridez: de allí que les decían los “ni”. Ni esto ni aquello, ni lo uno ni lo otro. Pero sí lo uno y lo otro, o bien sí esto o sí aquello, aunque no siempre. En suma, aplicando criterio en el obrar y el pensar. Y esta vocación inclusiva, esta preocupación por evaluar las causas y los efectos de los cambios y las permanencias, despertaba críticas de sus amigos y, algo que les molestaba aún más, adhesiones de sus enemigos.

Cuando llegaban al laboratorio y se reunían con sus compañeros en la tarea común que por años venían realizando, su ánimo cambiaba y allí se sentían en plenitud. Atrás quedaba Nabokov y la siesta, y se enfrascaban en la construcción de pasados y futuros posibles. Algunos opinaban que sus maquetas eran ejercicios de ciencia ficción, vanos, sin sentido. En algo coincidían Juan y Matías con este argumento: el valor de un texto de ciencia ficción. Precisamente fue la lectura de un clásico del género, El hombre en el castillo, de Philip K. Dick, lo que fundamentó en buena parte su trabajo en el laboratorio.

El libro de Dick relata un mundo alternativo, derivado del triunfo de la fuerzas del Eje sobre los aliados en la Segunda Guerra Mundial. Esta visión alternativa era la que habían aplicado para adentrarse en la historia de nuestra cultura, y preguntarse cómo serían nuestras ciudades si no se hubiesen cometido dislates mayúsculos en aras del cambio o de la fuga al pasado. En cada habitación de la casa abandonada había grandes maquetas de ciudades y lugares en subjuntivo, escenarios posibles si la sensatez hubiera triunfado sobre la yuxtaposición y la ruptura recurrentes. En un dormitorio estaba Salta, tal como era antes de la ley provincial que en 1952 impuso que toda construcción dentro del ejido debía hacerse en “estilo español o sus derivados”, y que provocó la sustitución de muchas casas coloniales auténticas por otras en un rimbombante tardo colonial que hoy también forma parte de su patrimonio.

En el cielorraso, podía leerse la memorable carta enviada por Mario J. Buschiazzo al municipio salteño, donde afirmaba que esas casas coloniales equivalían a salir a la calle vestido con jubón, calzas, golilla y espadín, o bien carrozar un Chrysler 1957 con las formas barrocas de la carroza de Luis XV y vestir al chofer con casaca y tricornio. Siguiendo por un pasillo empapelado con recortes de declaraciones versus hechos inapelables, se llegaba a un dormitorio donde estaba el Palacio Municipal de La Plata sin las torres anónimas que lo flanquean y sepultan, y más atrás el viejo Teatro Argentino de esa ciudad, recién incendiado, haciendo aún más evidente la traición disciplinar.

Finalmente, lo que podría haber sido un lacrimógeno recorrido repleto de lamentos imposibles, encontraba en el patio cubierto su verdadera razón de ser. En él cobraba cuerpo la conjunción anhelada. Una inmensa ciudad se mostraba en armonía, edificaciones en altura bendecidas por la coherencia de un Plan Regulador; corredores verdes atravesando –resabios de antiguas cirugías ferroviarias o tranviarias–, fortaleciendo y nutriendo barrios con plazas y parques magníficamente equipados; multiplicidad de barrios históricos con un catálogo de estilos y con arquitectura contemporánea conviviendo magníficamente; docks portuarios sin techos a dos aguas; arterias sin polución visual, y así todo. La visión final no era pasado ni futuro, era solo deseo. Y esperanza a la vez. Aun sabiendo que el exceso de “If...” podía desequilibrar un sueño común, y que podría ser visto más con aire de encíclica que de documento para repensar. En esa gran maqueta, no estaban presentes vocaciones necrológicas vanas ni las desidias cotidianas que observamos en el espacio urbano. Un espacio que –como afirmara Ernesto Sabato– sentimos más como un cuarto de hotel en el que podemos limpiarnos los zapatos con las cortinas sin ser vistos, que como una instancia en la que los individuos puedan alcanzar un desarrollo pleno en sociedad. Y en ese laboratorio de Santos Lugares, se respiraba esto, antes que sueños frustrados y añoranzas de tiempos idos: se sentía un hormigueante deseo de Cambio con Sentido. Algo que Juan y Matías se habían encargado de aclarar de antemano en el ticket de entrada: “Ni tributo a Mary Shelley ni Historia de la Infamia. Sólo Memoria en Acción”.

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