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Sábado, 15 de diciembre de 2007
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Demoliciones

Alrededores de El Picadero

El simbólico teatro de la cortada Discépolo iba a ser demolido hasta que un amparo frenó su destrucción. Nadie parece haber recordado que una ley nacional ordena construir un teatro donde se demuela un teatro. Otro caso de inseguridad jurídica para todas las partes.

Por Sergio Kiernan

El Basta de Demoler Santiago Pusso y un nutrido grupo de nombres de la cultura están defendiendo el Teatro del Picadero, célebre en los ochenta como uno de los pocos lugares donde se pudo respirar durante la dictadura. El antiguo garaje de la cortada Rawson –hoy Discépolo pero todavía la única calle curva de la ciudad, de Callao y Lavalle a Riobamba y Corrientes– es ahora parte de un emprendimiento que toma tres lotes, llegando a Corrientes. Para variar, se alzará ahí algo demasiado alto, totalmente comercial y seguramente pesado, ya que lo firmará el arquitecto Alvarez, monomaníacamente especializado en cementos feotes.

El Picadero fue sede de Teatro Abierto, un raro espacio que los militares no pudieron cerrar y que permitió sentir que todavía había vida inteligente en el planeta Argentina de esos años. Tuvo sus bombas, sus amenazas y sus aprietes, pero siguió. Luego, en democracia y con los años, el lugar terminó eventualmente más como estudio de televisión, pero con la sala intacta.

Resulta que hay una ley nacional que permite demoler un teatro sólo a condición de construir otro, en el mismo lugar y en iguales condiciones. Esta norma es federal, aplicable a todo el país, pero además está incorporada a la ley porteña –el mal llamado Código, que es una ley grandota, nada más–. Nada de esto parece haber obstado para que se autorice a demoler el lugar, otra muestra de la pésima gestión del Ministerio de Planeamiento bajo el gobierno supuestamente progresista y honesto de Jorge Telerman. Se trata de un caso de A) estupidez, desgano y simple incompetencia; B) cobardía ante el interés económico de cualquiera que tenga un auto más grande que el tuyo o; C) interés económico del/los que firman los papeles. No hay otra explicación para dar, tan campantes, permiso para algo manifiestamente ilegal.

Otro cantar es defender el valor patrimonial del edificio en sí, ya que no está protegido de ninguna manera gracias a la proverbial inoperancia de las Chicas Superpoderosas –una de las cuales, Nani Arias Incollá, consiguió conchabo en la Secretaría de Cultura de la Nación– que por supuesto nunca se animaron a proteger el patrimonio edificado.

Aun así, la Asociación para la Defensa del Patrimonio Histórico Argentino presentó un amparo para que no se demuela El Picadero. El expediente 27907/07 aterrizó en el juzgado 12 de primera instancia contencioso y tributario de la Ciudad. Fue un expediente suertudo, ya que la titular es Alejandra Petrella, una jueza que sabe largamente de patrimonio histórico y que ha dado conferencias y paneles muy informados sobre el tema. La doctora Petrella consideró que “los elementos adjuntados a la causa no resultan suficientes para examinar con profundidad la verosimilitud del derecho invocado”. Pero, con un tino notable, señaló que “las razones invocadas respecto del peligro en la demora resultan suficientes para conceder la medida peticionada”. Esto es, explicó la jueza, porque si uno da vueltas con temas jurídicos o procesales nunca se puede llegar al fondo de la cuestión porque el edificio es demolido y adiós, no hay nada más que tratar. Como escribió Petrella, “de no concederse la cautelar solicitada, la actora –los demandantes– podría ver conculcados sus derechos en forma definitiva y sin la posibilidad de remedio alguno”. Así, la jueza ordenó a la Ciudad que impida la demolición del teatro hasta que se resuelva la cuestión de fondo.

Habrá que ver si hay razones de fondo para que el edificio se salve definitivamente, si va a desaparecer para que alguno se haga algo más rico y si, aunque sea, alguien se acuerda de hacerles cumplir una ley nacional que ordena construir un teatro en reemplazo del teatro demolido. Mientras tanto, seguimos en la inseguridad jurídica que crearon sucesivos gobiernos porteños y que todavía no parece tener solución. Esto se debe a que nadie parece dispuesto a tener el coraje político –la estatura– de definir el tema patrimonial de una buena vez, dándole reglas claras. Las ONG y los vecinos están cada vez más activos y menos dispuestos a dejar hacer y demoler. De hecho, resulta cuestión de tiempo que empiece a haber acciones políticas sobre el tema. Las empresas ya se están acostumbrando a poner cláusulas bizantinas en contratos de compra, cosas como sujetar la operación a que se obtenga permiso para demoler y no haya amparos. Estamos en un limbo, a media agua, donde ni demoledores ni vecinos encuentran satisfacción. Es hora, evidentemente, de que alguien se ponga en estadista y cree un marco regulatorio para toda la ciudad, claro y accionable, que levante estas contradicciones que sólo benefician a los que cobran peajes.

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