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Sábado, 22 de noviembre de 2003
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Un espacio virtual

La Casa Mínima está lista a ser reinaugurada como espacio público. La obra es un ejemplo de originalidad y respeto casi arqueológico, con una suma de texturas de tres siglos, muros virtuales de vidrio que definen áreas igualmente virtuales, y la preservación de ruinas dieciochescas

Por Sergio Kiernan
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La principal dificultad de contar qué ocurrió con la Casa Mínima –de hecho, en qué se transformó– es la multiplicidad de conceptos. Es una obra polisémica, donde se comprobó la paciencia inusitada de su gestor y los frutos que da el tiempo, donde se rescató una pieza patrimonial de un modo único, y donde nació un espacio casi virtual, de belleza frágil y algo emocionante. Un bosque de significados.
Un comienzo puede ser la descripción física. En la esquina del pasaje San Lorenzo y la calle Defensa hay un lote grande que ya figura en el primer mapa porteño, aquel en que Juan de Garay repartió propiedades a los primeros habitantes. Hace 18 años, la esquina era una tapera ruinosa dividida en varias propiedades autónomas usadas como pollería, almacén, tanguería –la de Don Emilio– y sucesivos conventillos de diversa calaña, de remotos hoteles de pasajeros a convoys de quinta. Por debajo de todo esto, de sucesivos cambios y reformas y demoliciones parciales, dormía el ancestro, la casa de los Lezica Peña.
La esquina es famosa por la Casa Mínima, una pequeñísima estructura que aloja como puede una puerta y un balcón y que parece construida aparte. El lugar generó toda clase de leyendas, y la más difundida figura en casi todas las guías de turismo porteñas: que era la modesta casa de un esclavo liberto al que su dueño le regaló, con la libertad, una franjita de terreno. En realidad, la Mínima es la parte de altos de la casa colonial que ocupaba la esquina. El caserón fue modificado, semidemolido, cambiado por completo, pero por razones que se desconocen, la Mínima no fue tocada y con el tiempo ganó autonomía. Lo que las guías llaman “casa de un esclavo” es evidentemente un zaguán de entrada con una pieza de altos que acabó aislada de la propiedad a la que le servía de entrada.
La misma familia que tiene, en la vereda de enfrente, el Zanjón, compró en 1985 la esquina en ruinas. Lo primero que se hizo fueron los cateos y así se encontró el pozo de basura, que fue explorado por el equipo de Shavelzon. La propiedad no fue tocada en demasía mientras se maduraba –largamente– qué hacer con ella. El problema no era fácil: donde muchos verían un baldío con escombros, los nuevos dueños veían una ruina producida por la agregación de tres siglos de historia. Lo que hacía falta era crear un proyecto que destacara y aprovechara esta textura única.
Otra cuestión era que no fuera un museo. Los dueños no son mecenas creadores de museos sino gente que invierte sus ahorros y necesita que sus venturas patrimoniales sean rentables. Esta prioridad es muy común en otros países, donde buena parte del patrimonio edificado está en manos privadas que ven con claridad su valor material y potencial. Pero la idea está en pañales entre nosotros: hace veinte años, un terreno en San Telmo valía menos si tenía una casa antigua que si estaba vacío, por la imposibilidad de demolerla y hacer otra cosa.
Hace pocas semanas, con una breve exposición de artesanía brasileña, se inauguró el espacio de la esquina del pasaje y la calle, que ahora espera ser reabierto al público muy probablemente como restaurante. El lugar es impactante, una suerte de edificio virtual, con adentros y afueras definidos por muros de vidrio, con áreas de sencillez y limpieza combinados con paredes transidas de historia, barrocamente texturadas por manos muertas que las fueron marcando.
La planta es simple. Los muros exteriores que abrazan la esquina fueron recuperados, manteniendo las alturas diversas marcadas por los tres edificios que terminaron ocupando el lugar de la casona. En un extremo, nuevamente como zaguán, está la casa mínima. El gran cambio está adentro. Los muros exteriores sostienen los techos –sutilmente realizados en las alturas donde se encontraron los calces originales de las bovedillas planas– pero no hay muros interiores. Al centro, un gran patio recupera el de la casona colonial, pero con paredes de vidrio. Así, el edificiopuede ser definido como una galería cerrada con vidrios que mira a un patio.
Este espacio virtual y minimalista está puntuado por las ruinas de la casona original del siglo 18. Hay una parte del muro original, de 60 centímetros de espesor, que da a la calle y todavía exhibe en algún sector sus adobes (todo el muro fue reforzados con una discreta estructura de hormigón). En el patio se alza una pared que todavía sostiene un añejo marco de ventana, en el espacio interior hay alguna columna de ladrillería autoportante. Otros sectores exhiben, después de un paciente trabajo de raspado y cateo, su pintura al stencil, muy a la moda de fines del siglo 19, y un rincón están los azulejos fifties del almacén.
El muro que da a la Casa Mínima es testigo de la larga historia de cambios de opinión sobre su uso. En total, hay tres entradas de comunicación, dos tapiadas y una ahora abierta. Los nuevos dueños dejaron hasta los marcos de las puertas que alguna vez comunicaban zaguán y casa, que encontraron ocultos bajo capas de argamasa cuando se tapiaron. La Casa Mínima fue prolijamente restaurada, se le retiraron intervenciones fallutas y se le agregó una nueva escalera hacia el primer pisito, ya que la existente estaba podrida por la intemperie. Quien mire su fachada verá un dintel de madera curva, tal vez el último que quede en Buenos Aires, y un sardinel de ladrillo. El balconcito original, de madera, desapareció y el que existe ahora es del 1900. Hasta partes de las puertas y ventanas son originales y de tiempo inmemorial.
Los baños del nuevo complejo están en un sótano olvidado –fue descubierto durante la primera etapa de despeje– cavado a fines del 1800, al que se le agregó una entrada propia lateral, para no cambiar en nada el espacio original. Al que lo visite lo reciben dos mamparas separadoras donde se alzan dos hojas de puertas encontradas. Los tableros de algarrobo cerraban una de los accesos sobre Defensa, donde hoy se trancan dos réplicas exactas. Las barandas de la escalera al sótano son del siglo 19.
Todas estas texturas originales están unificadas por estructuras autoportantes de metal muy discretas, por un piso neutral, por una iluminación coqueta y pensada. Da vértigo pensar en el trabajo que tomó tanto detalle, y da respeto el cariño con que fue realizado.
¿Valió la pena? El lugar es perfecto para un restaurante o un local, y tiene el valor agregado de sus muchos detalles históricos. La historia, como los árboles añosos, no se puede comprar y transportar. Los dueños de la Casa Mínima cometieron el pecado de tratar una tapera porteña como si fuera una ruina valiosa e histórica, romana o griega.
Ojalá hubiera más pecadores así.

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