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Sábado, 21 de febrero de 2004
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Un toque de perfección

El hotel Alvear comenzó un trabajo de restauración de su fachada, zinguerías y mansardas de 14 meses. Con 72 años encima, el conjunto presenta un estado muy bueno. Pero aquí se trata de que sea perfecto.

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Las patologías que presenta la fachada del palacio son francamente mínimas, teniendo en cuenta sus 70 años y la falta de restauración. La tarea se concentra en limpieza, reversión de intervenciones mal pensadas o ataques como las aperturas para aires acondicionados o ventanas. El gran zócalo sobre Ayacucho (foto de arriba) es el paño más afectado: tuvo infinitas capas de pintura y mucho maltrato de materiales y texturas. El resto fue pintado una sola vez y el equipo a cargo confía en eliminar las dos manos recibidas.
Una de las características del hotel Alvear parece ser el perfeccionismo. Más allá de lo que encierren las habitaciones, sus espacios públicos –su calle de acceso, su escalinata, su lobby, el imperial pasillo central de 85 metros de largo, su café, su orangerie y sus salones versallescos– muestran un estado maníacamente elegante, exacto, original. La restauración hace ya una década del castigado edificio fue una aventura de interiores con resultado feliz. Este verano, el Alvear decidió ponerse obsesivo con sus tres fachadas y dejarlas perfectas. Y la palabra clave es perfectas.
El Alvear es un edificio estupendo inaugurado en 1932 y construido por lo alto, en consciente imitación de los grandes hoteles de su época como los Ritz de Madrid y Londres, y el Pierre de Nueva York. La fachada es del argentino Valentín Brodsky, y sus interiores fueron iniciados por Verchere y terminados por el estudio de Thomas y Harris. Su accidentada historia hace bastante difícil reconstruir ciertos rasgos, como el misterio de su relación con el edificio de departamentos contiguo sobre la avenida Alvear –¿apart?, ¿vivienda con room service?, ¿emprendimiento que aprovechaba el nombre?– o el acertijo de a quién se le ocurrió remodelar el Roof Garden, originalmente neocolonial. Como sea, el hecho palpable y rotundo es que es una de las mayores obras a la francesa del país, con once pisos y cinco subsuelos, con zonas comunes de acceso y recepción donde nadie pensó en ahorrar y toques de alta tecnología, como aire acondicionado central de época. Entonces, el predio tiene oros, bronces, pátinas y piedras asentadas por las décadas, y muestra una elegancia madura que, sorry, ya no se puede copiar.
Alejandro Otazu, arquitecto residente, preparó largamente la restauración de las fachadas. Pero el estado del hotel es tal que, francamente, hay que mirar con tiempo para encontrar la razón de tanta obra. Es, nuevamente, un perfeccionismo que llama la atención en este país donde nadie arregla nada hasta que se caiga. El Alvear resistió con robustez el paso del tiempo y exhibe apenas chorreaduras de smog, un mínimo de agrietados y algún desgaste de molduras o cornisas. Para variar, el principal daño surge de intervenciones erradas y erráticas, típicas de esa década en que perdimos la razón –los setenta– y comenzamos a demoler y dañar todo. Así, la larga fachada sobre Ayacucho es un colador de aires acondicionados presentes o ya tapiados. El gran basamento de esa cuadra larga –que tiene una notable pendiente, muy bien resuelta en el proyecto original– recibió innumerables capas de pintura, cerramientos impropios y revestimientos de apuro. Esta planta baja de altura variable es la que mayores atenciones está recibiendo, con mucho trabajo en bases degradadas y en devolverle la textura original al muro.
Subiendo la vista, se ve que balustres y molduras están en muy buen estado y serán apenas lavados y patinados, cosa de entonar todo el conjunto. La moldura continua del sexto piso muestra algunos modillones ausentes que, esos sí, serán reemplazados.
A las cubiertas del hotel no les fue tan bien. El plan de obras, de 14 meses, incluye el reemplazo de los pináculos de zinc en el centro de la fachada de Ayacucho, mucha crestería floral, volutas, bordes y otras decoraciones en el mismo metal, y una unificación de color de lo que se mantiene y lo nuevo. La mansarda recibirá tejuelas nuevas y el arquitecto Otazu cuenta con felicidad que se consiguieron las mismas.
Por encima del basamento, el edificio también fue pintado alguna vez, pero poco, como sin ganas, y los profesionales del estudio Báez, Carena y Grementieri –a cargo de la obra– confían en lavar completamente la pintura. El Inti realizó estudios de granulometría que permitieron repetir exactamente la mezcla de cemento de París original, que incluía piedra blanca y verde alpe. Metales, farolas y herrerías diversas serán limpiados y repintados. Es posible, entonces, que podamos volver a ver el Alvear como fue inaugurado y como lo muestran las fotos de época, sereno y aplomado con sus volúmenes cambiantes. Lo que nunca más será es la formidable vista que ofrecía Ayacucho, en su momento completamente ocupada por casas con jardines de fondo: el hotel era perfectamente visible desde las plazas de Recoleta y desde sus ventanas se veía, a su vez, el cementerio, el viejo asilo y hasta el río. Esto explica que si bien el acceso al hotel siempre fue sobre la avenida, el lado sobre la estrecha Ayacucho es obviamente la fachada principal y muestra la mayor entrada al palacio, antiguamente la del teatro.
Para redescubrir esta vista habrá que tener paciencia. El hotel cierra las habitaciones que den a los sectores donde se trabaja y hacer todo al mismo tiempo sería económicamente inviable. Naturalmente, la obra va por etapas y comenzó en la ochava y en la fachada de Alvear, con andamios cubiertos por una original gigantografía de 7500 metros cuadrados que muestra una foto colosal del mismo muro que se cubre, incluido el detalle de la chapa con el nombre de la Avenida y el logo de American Express, que colabora en la empresa. Hacia abril, el trabajo se mudará a Ayacucho, que será cubierto con un más sencillo telón oscuro, y en junio se restaurará la recova y, cerrando el hotel por apenas unos días, se repasarán instalaciones internas y la galería comercial.

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