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Sábado, 15 de mayo de 2004
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El renacimiento de una catedral

Ya se ve el fin de la primera etapa de la restauración del templo de San Isidro, que recuperó sus colores, sus líneas y su complejo sistema de decoración externo. Una obra notable, rigurosa y bien documentada.

Por Sergio Kiernan
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La catedral, con sus colores originales y sus decoraciones restauradas.

Con los andamios despejados, la catedral de San Isidro muestra sus laterales como no se los veía desde hacía décadas. El espléndido edificio neogótico de Dunant y Paquin, que reemplazó a la iglesia colonial que amenazaba derrumbarse sobre sus fieles, está mostrando otra vez sus líneas. En la segunda etapa de la larga, compleja y costosa restauración de la catedral, San Isidro recobró su color –que no es el gris avejentado al que nos tenía acostumbrados– y una inmensa cantidad de sus ornamentos, barridos en una intervención de 1960.
La aventura de reparar el querido templo comenzó en abril de 2002, con un grupo de vecinos, colegios, instituciones, empresas y la municipalidad local financiando estudios y primeras obras, dirigidas por tres profesionales que donaban –y donan– la dirección de obra. En julio de ese año, m2 recorrió la catedral inaugurada en 1898. El panorama era desolador: compromisos estructurales, falta de mantenimiento, intervenciones agresivas, parches. El templo seguía siendo imponente en sus armonías, pero hacía falta gran imaginación para adivinarlo bajo el deterioro, el smog y el salpicré agregado en los iconoclastas años sesenta.
La alegría de hoy es que ya no hace falta tanta imaginación. Los laterales de la iglesia relumbran con una luz nueva, sus colores vibrantes, sus líneas nuevamente en foco. Los complejos trabajos de recuperación de esas fachadas son de una escala notable. Por ejemplo, los entrepaños de toda la catedral están resueltos en ladrillo con juntas salientes que el tiempo, los golpes y la erosión se habían ido comiendo. Fueron 14.000 metros lineales de juntas restauradas o rehechas, además de miles de juntas reales entre ladrillos –que raramente coincidían con las aparentes–, selladas y texturadas.
Otro trabajo titánico fue reponer el complejo sistema de ornamentos del templo, demolido casi en su totalidad en 1960, momento de una intervención hostil y minimalista. Viendo el edificio desde sus costados, por encima de las ventanas, este sistema comienza con el friso con scroll floreado, minuciosamente restaurado. Por encima de esta banda no había nada y hasta se podía ver la pendiente de la terraza del primer piso, bajo los rajados arbotantes. Como la investigación previa a la obra fue rigurosa, la documentación gráfica mostraba un bosque de ornamentos destruidos hace 44 años. Usando algunas partes sobrevivientes y con mucho trabajo de reproporcionamiento y boceto, el escultor Francisco Ezcurra creó los moldes para recrear, en hormigón, los pináculos, florones, crochetes y cruces faltantes. Tal vez lo más impactante sea que las terrazas del primer nivel muestran ahora un hermoso muro calado a modo de baranda.
Estos elementos acentúan las verticales de un templo que aparecía como alargado, horizontal, y que ahora exhibe una fluidez ausente, un diálogo mayor entre su volumen principal y su torre.
Este aspecto alegre se refuerza con los vitrales, ahora restaurados y protegidos tras vidrios y rejillas, con sus plomos a nuevo. Los grandes portones, ajados, con sus pies podridos y sus largueros fuera de escuadra, ahora parecen nuevos. Las terrazas, cuyas bovedillas ya mostraban agotamiento, tienen capas de compresión en hormigón, contrapiso y pavimentos a nuevo. Y los arbotantes sostienen nuevamente los muros, sin hacer pensar en derrumbes y desastres.
El grueso del trabajo se concentra ahora en la enorme torre, cuyo interior salió de la ruina a la exacta reconstrucción. Campanario, reloj y aguja ya son accesibles por una escalera reparada y sólida –antes una aventura temeraria– y los verticales ámbitos están limpios por primera vez en décadas. Hubo un complejo trabajo de consolidación estructural, con el reemplazo o arreglo de perfiles en I y un ingenioso sistema de contención perimetral, como una duela interna, para dar solidez. Los profesionales ahora trabajan con las cuatro torretas que escoltan la torre principal. Estos templetes mostraron debilidades preocupantes en sus columnas, que ahora aparecen encerradas en camisas de material con forma de patas de elefante. Estas camisas se están demoliendo para cambiar las oxidadas almas originales, y ya están listos los capiteles de reemplazo.
Para julio podrá verse la torre, despejada de andamios y renovada. En agosto comenzará la etapa final de los exteriores, que tomará el sector de la casa parroquial y sus edificios anexos, donde se tratará de fundir agregados y cambios para lograr una apariencia de homogeneidad. Luego comenzará la aventura de restaurar el interior del templo, donde los cateos muestran que sobreviven dorados a la hoja y tratamientos originales bajo la capa de salpicré.
Será un momento para festejar un paso más de una obra que une a mucha gente que aporta dineros, trabajos y un rigor –es notable, por ejemplo, el esfuerzo de documentación del trabajo, que resultará en un museo y en abundante información para futuros trabajos– elogiables. San Isidro está recuperando una pieza invaluable de su patrimonio, y lo está haciendo muy bien.

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