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Sábado, 24 de julio de 2004
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Trenes en peligro

El sistema ferroviario es una crisis permanente. Y tapado tras los problemas crónicos de servicio está el tenue estado del patrimonio edificado, un sistema inmenso y de robusta coherencia. Una visita con un especialista a la estación Villa del Parque da un indicio del grado de deterioro.

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La estación Villa del Parque es una de las intermadias de la línea al Pacífico, y fue inaugurada en 1905. La foto en sepia es de 1907 y la muestra intacta. Hoy, su deterioro es avanzado, pese a las reparaciones de 1996, que resultaron cosméticas.
Por Sergio Kiernan

Los trenes son un desastre y fueron protagonistas de una de las intervenciones de más alto perfil del actual gobierno. Pero lo que se discutió ampliamente en términos de servicios y material rodante no se discutió en el aspecto edilicio: el maravilloso sistema de estaciones ferroviaras del país, un verdadero muestrario de estilos arquitectónicos y edificios evidentemente patrimoniales, se está hundiendo y, en muchos casos literalmente, cayendo a pedazos. Lo que fue una inversión mayúscula en dinero, tecnología y elegancia práctica, es ahora una colección de estaciones abrumadas, rotas, estúpidamente remodeladas y saqueadas por las compañías privatizadas de sus equipamientos históricos. Parece que el dinero para las restauraciones y puestas en valor sólo existe, cuando existe, para las terminales.
Un ejemplo tomado al azar es la estación Villa del Parque, una de las intermedias de la línea a Pilar del ferrocarril Buenos Aires al Pacífico, que luego fue el San Martín y hoy es el Transportes Metropolitanos. La estación es de las más grandes de la línea y un caso en el que los arquitectos de la compañía inglesa se jugaron a fantasear un poco. Es que la naciente Villa del Parque de abril de 1905, cuando se inauguró la estación, era un loteo embarrado con una línea de tranvías hacia Rivadavia y terrenos en venta a un peso la vara. El barrio, creado sobre chacras, se marquetineaba –diríamos hoy– como de casas permanentes y de fin de semana, un suburbio dentro de la ciudad con algo de juego y diversión. La estación le hacía juego.
M2 recorrió esta estación con un experto enamorado del patrimonio ferroviario, Jorge Tartarini, autor de la obra standard de referencia y un paciente fichador de playones, tipologías, equipamientos y estilos. Tartarini tiene, además, una increíble ecuanimidad ante el espectáculo de tanta estación manoseada, maltratada, rota y remodelada torpemente...
Villa del Parque recibió una estación pintoresquista, muy eduardiana, con un repertorio de detalles muy inglés. El edificio es único pero a la vez perfectamente coherente con sus hermanos de la línea, que varían de tamaño y motivo pero mantienen una identidad robusta. Tartarini destaca que estas estaciones suelen ser edificios elongados dispuestos en paralelo a las vías, con amplios abrigos cubriendo tanto el acceso como el andén para proteger a los pasajeros de lluvias y vientos, y originalmente equipados con vivienda para el jefe de estación. Villa del Parque tiene cuádruple vía, tres andenes, un edificio principal y dos refugios.
El edificio principal es falsamente simétrico. Su planta en T tiene un largo techo en ángulo absoluto, muy inglés, con una torre mirador aparentemente en el centro y dos volúmenes transversales en cada extremo. La torre es un toque de elegancia, con sus pizarras metálicas, su remate en punzón, sus mensulillas de madera torneada –de las que quedan apenas algunas– y sus paredes texturizadas con pan de bois en falsa madera –lo que los diseñadores hubieran llamado half timber– y revoque azotado. Los laterales dejan ver unos altillos tratados de idéntica manera, sólo que en lugar de ventanas tienen gabletes con ventilaciones. Todo este volumen superior, en rigor un amplio primer piso con forma de desván, no tiene uso: fue construido para darle prestancia y presencia al edificio.
La planta baja está contenida, todavía hoy, por las galerías techadas de chapa sostenidas por columnas de hierro fundido que son a la vez ductos para lluvia. “Aquí se ve el ojo por el detalle,” señala Tartarini: las galerías tienen cresterías de maderitas con un agujero en el centro, motivo que no sólo queda muy bonito sino que sirve para frenar el agua y facilitar el escurrimiento.
La entrada a la estación sigue siendo un arco Tudor, centro de un muro de ladrillo con juntas esgrafiadas, que daba a un zaguán que hoy sólo puede adivinarse, ya que se tiraron abajo las paredes laterales. Antiguamente se accedía a la boletería y al cuarto de encomiendas. A ambos lados se sucedían la sala de espera de señoras, con baño en suite, y la oficina deltelégrafo, equipada con dormitorio para las guardias nocturnas. Más lejos, ya con techo plano, estaba la vivienda del “Gefe” y los baños de hombres. Ese conjunto desapareció en los años ‘70 cuando se construyó un patético conjunto de locales sobre el andén.
El andén sigue teniendo una cubierta asfaltada pero hoy parece una gatera de hipódromo, con rejas y más rejas para impedir colados. Al salir, se aprecia en el andén central un pequeño refugio de construcción en seco, con crestería y dos pequeños muros de protección de mampostería. Del otro lado hay un refugio del mismo estilo, pero mayor. Los tres andenes son unidos por un viejo puente que, casi sin mantenimiento, sigue airoso gracias a su solidez estructural y sus perfiles ingleses remachados. Hace mucho tiempo que esta estación no perdió sus balanzas y su torre de agua para las viejas locomotoras.
¿Qué le pasó a la estación? Además de las décadas de descuido, robos y vandalismos, el sistema ferroviario porteño sufrió dos momentos de “activismo” de sombrías consecuencias. Uno fue en tiempos de Lanusse, cuando por ejemplo se decidió que el color del San Martín sería el naranja brillante, con el que se pintaron cresterías, postes, señales y demás estructuras, pobrecitas ellas. En esos tiempos se retiraron “cosas viejas”, que no cerraban con la imagen de modernidad que se quería proyectar. Así cayeron campanas y relojes, reemplazados por timbres y digitales primitivos.
El segundo momento fue en 1996, con la privatización. Las estaciones recibieron manos de pintura pero muy poco mantenimiento estructural. Un ejemplo: el óxido del puente en la de Villa del Parque hace tiempo que se devoró la pintura que intentó taparlo. También se retiraron todos los elementos históricos, como teléfonos y telégrafos, y se comenzó a alquilar espacios para locales, con el total descuido de las reformas que eso implica. Villa del Parque perdió puertas y paredes en haras del alquiler.
Curiosamente, el decreto 1063 del año 1982 ordena que todo edificio propiedad del Estado sólo puede ser modificado con intervención de la Comisión Nacional de Monumentos Históricos. Según parece, las ferroviarias sólo se dignaron cumplirlo con sus terminales, que son un showcase y buena prensa, y lo ignoraron olímpicamente en el resto de las estaciones. Eso, cuando no prometieron lo que no cumplieron y nadie controló.
Entonces, la situación es que tenemos cientos de edificios que no se podrían volver a construir, por dinero y porque nuestros estándares estéticos son de un modernismo mal pensado. Este patrimonio irrecuperable está ahí tirado, y el tema ni siquiera figura en la agenda del sector. Pronto, lo que puede llegar a quedar son recuerdos, fotos antiguas y la documentación reunida por Tartarini.

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