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Jueves, 2 de febrero de 2006
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Johnny Cash, de la turbulencia a la redención (varias veces)

Hombre de negro

Capaz de gritarle a la soledad como nadie, Cash fue la encarnación del inconformismo norteamericano. Giró con Elvis Presley y le abrió la puerta a Bob Dylan, fue un padre de familia dedicado (y a la vez ausente), un drogón insoportable (a veces redimido), un artista único, con destellos de genialidad. Este jueves se estrena la película Johnny & June, pasión y locura, que cuenta su historia y su caótica relación con June Carter.

Por Roque Casciero
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Johnny (Joaquin Phoenix) y June (Reese Whiterspoon) en la ficción

La lucha entre el santo y el demonio que cada ser humano lleva dentro ha servido de materia prima para el arte desde varios siglos antes de que Eminem escupiera algo de eso en sus afiladas rimas. De hecho, hay varios ejemplos de músicos cuyas vidas y obras están marcadas por ese choque entre el deseo y la razón: Bob Dylan (con su furiosa conversión al cristianismo), Al Green (que se hizo reverendo tras una tragedia de sexo y muerte), Jerry Lee Lewis (que le donaba su Cadillac a su primo predicador mientras se casaba con una prima de 14), Leonard Cohen (mujeriego serial y luego monje budista), Nick Cave (que escribía sobre el Viejo Testamento al tiempo que se clavaba heroína) y hasta James Hetfield (ver las letras de St. Anger, el último disco de Metallica). Y entre todos esos nombres de humanos en combustión interna se destaca el de Johnny Cash.

Dado que el Hombre de Negro es prácticamente un desconocido en la Argentina, donde apenas hay editada una recopilación (The Essential) de su vastísima discografía, quizás el estreno el 9 de febrero de Johnny & June, pasión y locura (vaya título para Walk the line) acerque la figura de este icono norteamericano, algo así como el Keith Richards del country, a más corazones ávidos de canciones conmovedoras. Porque Johnny Cash siempre supo rebuscárselas para poner la piel de gallina con un verso demoledor, para descargar con su eterno barítono la dosis de drama (y a veces de humor) que tienen las historias de los que están al costado de la ley. Por ellos se vestía de negro, como decía en Man in Black. De todos modos, no hace falta ser uno de los marginales del fin del mundo para capturar la esencia salvaje de esa voz y esas palabras. Ni siquiera para escribirlas. Pero hay que tener una sensibilidad especial y una rebeldía profunda. “Maté a un hombre en Reno sólo para verlo morir”, cantaba Cash en Folsom Prison Blues, tal vez su canción más conocida. Y él, que nunca había siquiera estado detenido cuando la compuso, lograba que tras las rejas los criminales más duros se identificaran con esos versos. Esa clase de cualidad sólo puede ser descripta como un regalo de Dios. O del Demonio.

“Hay una bestia dentro de mí. Y tengo que mantenerla enjaulada o me comería vivo”, le dijo Cash al New York Times en 1994. Dominarla no le había resultado tarea sencilla, y casi pierde la batalla: su dieta de “cien píldoras por día”, especialmente de anfetaminas que le ayudaban a soportar los largos viajes de un escenario a otro, había estado a punto de costarle demasiado caro. El salvaje que arrojó un tractor por un acantilado “sólo para ver cómo caía” fue detenido varias veces, llegó a perder la voz y a estar flaquísimo y demacrado, le suspendieron giras y su primera esposa lo abandonó. Hasta que una tarde (que extrañamente no refleja Johnny & June) se metió en una caverna con una bolsa de anfetas y salió asegurando que Dios le había hablado. La bestia había sido enjaulada, pero Johnny sabía que, por el resto de su vida, ella siempre estaría al acecho.

Antes y después de ese momento crucial, la música salvó varias veces a Cash. La primera fue cuando descubrió, a muy corta edad, que podía cantar los himnos religiosos que atesoraba su madre: las tardes bajo el sol recogiendo algodón en Arkansas serían más livianas si el pequeño J. R. soltaba su voz. Más tarde le ayudó a bancarse la distancia cuando la Fuerza Aérea lo llevó a Alemania: se compró una guitarra, aprendió a tocar por las suyas y compuso sus primeras canciones (Folsom Prison Blues nació por una película que vio en la base militar). A su regreso, casado y con dos hijas, zafó de su magro trabajo como vendedor casa por casa gracias a una sesión en Sun Records, el mismo sello donde un muchachito llamado Elvis Presley acababa de darle origen al rock’n’roll. Johnny cantó un gospel acompañado por dos amigos mecánicos (más tarde bautizados The Tennesse Two), pero el fundador de Sun, Sam Phillips, lo rechazó: “Andá a tu casa, pecá y volvé”, le aconsejó. Volvió con Hey Porter y se aseguró su primer single. Y también fue la música la que unió a Cash con June Carter, su segunda mujer: ella era parte de un célebre combo country, la CarterFamily, y Johnny la escuchaba por la radio desde chico; luego compartieron escenarios, se enamoraron y después de muchas (pero muchas) idas y vueltas se casaron. De esa historia de amor accidentada y turbulenta trata Johnny & June.

La última vez que la música salvó a Cash fue en 1994. Para entonces, su legendario pasado aparecía diluido. Estaba lejos de aquel Hombre de Negro que había inventado un subgénero para sí, en el que entraban tanto el country como el blues, el rock’n’roll, el gospel y el folk. Los hits escaseaban desde mediados de los ‘70, tras una seguidilla impresionante que llegó al tope con At Folsom Prison y At San Quentin, dos discos grabados en vivo en sendas cárceles. En 1985, Columbia Records lo había despedido por la baja en sus ventas y sus trabajos para Mercury Nashville tampoco fueron demasiado exitosos. Pero cuando nadie lo esperaba, Cash renació. El productor Rick Rubin, famoso por su trabajo con artistas de hip hop, lo llevó a su sello American Records y le produjo el primer álbum de una serie de cuatro, titulado American Recordings. Atrás quedaban las cuerdas y los arreglos típicos del country de Nashville (la capital del género): Rubin hizo que la voz de Cash resaltara en un contexto austero y acústico, sin aditamentos ni edulcorantes. La elección del material también fue brillante, porque además de canciones que reinsertaron la figura del marginal (Delia’s Gone, The Beast in Me), grabaron versiones de autores contemporáneos y rockeros (primero Leonard Cohen; luego Beck, Bono, Martin Gore y Trent Reznor). Por fin los críticos volvían a tomarlo en serio y una pequeña multitud de fans jóvenes, punks y alternativos, se mezclaba con las familias que lo seguían desde siempre.

El último disco de las American Recordings fue The Man Comes Around, aparecido en 2002. Allí brillaban dos covers imponentes: Personal Jesus (Depeche Mode) y, sobre todo, Hurt, de Nine Inch Nails. El video de esa canción mostraba la decadencia física de Cash en una especie de balance de su vida. Pero en ese hombre de 70 años, acosado por varias enfermedades, al punto de que ya no podía caminar, todavía estaba encerrada una bestia artística capaz de erizar la piel. El video ganó Grammys y premios de MTV, el disco llegó a platino después de tres décadas sin que Cash consiguiera algo semejante. El Hombre de Negro se iba por la puerta grande. Pero habría más dolor en su vida: June, su amor, murió el 15 de mayo de 2003 tras una operación de corazón. Una semana más tarde, Johnny estaba de nuevo en el estudio con Rubin, grabando más canciones. Duró poco. El 12 de setiembre, Cash falleció en su casa de Nashville, rodeado de sus hijos.

El inconformista y rebelde, el patriota que no dudaba en hablar contra la guerra de Vietnam mientras tocaba para los soldados, el hombre que giró con Elvis Presley y el que le abrió la puerta a Bob Dylan, el padre de familia dedicado y el ausente, el drogón y el redimido, la bestia y el cristiano en busca de su Dios: John R. Cash fue todo eso, además de un artista único y con destellos de genialidad. “Cantar es comunicar sentimientos a través de letras, recitados o diálogos entre tema y tema”, dijo en una entrevista. “Y compartir mis sentimientos con el público ha sido una gran experiencia espiritual”. Una gran experiencia espiritual: de eso se trata, ahora y siempre, escuchar cantar a Johnny Cash.

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