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Jueves, 31 de enero de 2013
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AguaS(re)fuertes

Promesas sobre el container

Por Javier Aguirre

La luz de la calle –la única que quedó en pie en la cuadra después del tornado de abril–, tiene la panza llena de mosquitas. No se sabe cómo entran, ni por dónde entran, pero los insectos adictos a la luz se las arreglan para colarse dentro de la lámpara y entregarse, felices, fotodependientes, fotoyonquis, al chamuscado sueño eterno en un cóncavo ataúd de vidrio. No se sabe cómo entran, ni por dónde entran los bichos a las lámparas de iluminación callejera, pero sí se sabe por qué: por la luz. Acercarse a la luz, encontrar la luz, ver la luz, dar a luz. La luz es un vicio peligroso para los insectos, pega fuerte, es fácil pasarse de rosca y quedarla para siempre, ahí. Quién te quita lo iluminado. Quemados, pero con una sonrisa.

Cuatro o cinco metros debajo de ese entomológico fotosuicidio colectivo, un pegoteado contenedor de basura oficia de templo para Alan y los pibes. Un templo pequeño, con ruedas, que chorrea líquidos inciertos y que tiene la panza llena de basura, pero que es ideal para juntarse a... a... a juntarse. Está claro que juntarse es un fin en sí mismo, Alan y los pibes no necesitan ninguna excusa para echar raíces junto al container. Imposible ignorar que entre ellos está Alan. Todos lo nombran, todos lo llaman, todos lo hacen cómplice de los chistes. Cuesta identificarlo a pesar de su omnipresencia en los diálogos. ¿Será el de capucha? ¿Acaso el de cresta rubia y parietales afeitados? “¡Alan! ¡Pará, boludo!”, grita una voz femenina entre risitas y motitos que van y vienen. No se sabe si lo están incitando a algo, o si lo están disuadiendo de algo. Pero Alan tiene tal magnetismo entre los pibes que todos le hablan a él. Hay algunos improvisados conatos futboleros con algo fofo y redondo que, definitivamente, no es una pelota, y una persiana que, definitivamente, no es un arco. Ahora una chica grita “¡Te amo, mi amooor!” y no parece ironía. Tampoco se sabe, por una vez, si la declaración va dirigida a Alan. Fuman, beben, por suerte falta mucho para que aparezca la luz del sol. Por suerte el container siempre es hospitalario.

Cuatro o cinco metros arriba de los pibes, otras mosquitas recién llegadas se pegan su tremendo saque de luz y quedan ahí, secas para siempre. También los insectos pueden tener un mal viaje.

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