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Jueves, 18 de julio de 2013
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El picador #5: La puta diabla, de Fito Páez

Canción de redención

Por Luis Paz

En su primera novela, el músico rosarino despliega amor, sexo, drogas y rock, pero también porteñidad y la fragilidad de un hombre resurrecto.

“Félix volvió a la cama perturbado y confundido. Cuando se despertó horas más tarde ellas ya no estaban allí”, relata Fito Páez en un momento de La puta diabla. Es en la página 85 y el pico del pedo de la relación de Félix Ure con Casimira/Cocaína/La Cautiva, la mujer tres-en-uno que desvela al que durante toda la primera novela del músico rosarino parece reflejarlo, aun amplificado en sus obsesiones, frustraciones y ficciones.

Puesto que Félix es casi siempre un Páez posible, deliberadamente puesto en crisis, el tuétano es si ésta sobrevive a ser “la novela de Fito Páez”, si se sostiene más allá del fetichismo del “objeto de colección” para la fanaticada, de ese aura de autobiografía novelada en clave trash pop. Sí.

La puta diabla no cambiará la literatura sobre Buenos Aires, incluso cuando es una novela alevosamente porteña (aún cuando hay paseos por el interior y el exterior), pero tiene su ritmo y gracia, mejora sobre el final y es digna desde que no es sencillamente una novela nac & rock.

Ure es músico, autor cinematográfico y teatral, escritor. Un tipo con inteligencia y debilidad emocional, fatigado por el fantasma de su madre Margarita y anhelado por sus ex –¡por siempre amadas!, truca y retruca– a lo largo de una secuencia en dos movimientos. La primera mitad del libro se cimenta sobre mails enviados, pequeñas escenas, partituras y noches de rigidez, garches furtivos enhebrados sin sutileza ni poesía, en lo que son los momentos más sustanciales que simpáticos del relato. El relato final es un evento redentor que ocurre diez años después del día D de Félix Ure y corona el renacimiento a la intemperie de un hombre que sufrió una derrota total.

A contramano de lo que muestra en sus canciones, Fito se vale para La puta diabla de parte del latiguillerío coloquial porteño, lo que desentona en doble faz con esos versos oblicuos que acostumbra en sus canciones pero igual vale porque la novela es, sobre todo en esa segunda mitad, acerca de una porción de la locura de y en la Buenos Aires ordinaria. En polaroids sepia sobre el fin de los mundos íntimos de un puñado de personajes –tal vez ninguno definitivamente memorable, pero entre todos una linda fauna–, Páez entrega al fin su novela y, en ese eslálom final, nos augura posibilidades eternas para el arrepentimiento y la redención.

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