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Jueves, 6 de marzo de 2014
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Fin del sueño en EL BOLsÓN

Capitalismo (en lo) salvaje

“Hippies” que esquivan la solidaridad, “artesanos” de ropa propia de Once, cobradores de paseos. En la vieja comarca rionegrina, ganó el otro modelo.

Por María Daniela Yaccar
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Desde El Bolsón, Río Negro

En El Bolsón y zonas circundantes incluidas en el itinerario del que llega a la comarca andina del paralelo 42, hay que pagar para todo. Para el lago, la cascada, la Cabeza del Indio. Allí donde extranjeros como Joe Lewis, el billonario inglés que cerró el acceso al Lago Escondido, se adueñan de bellezas que deberían ser de todos, se cobra por el agua transparente, una costa de piedras, los bosques. Si en Puerto Patriada, Chubut, uno se niega a pagar 25 pesos por cabeza por un fogón y una tarde a la vera del Epuyén, por ejemplo, se presenta un hombre que amenaza con echarlo a patadas. Todo esto no sería llamativo si ese espeluznante valle cordillerano no fuera lo que es (¿o lo que fue?): “El mayor lugar hippie de Latinoamérica”, define, en presente, el sitio Notiviaje, y compara a la ciudad rionegrina con San Francisco e Ibiza. Que los portales de turismo sean los que insisten con eso de que El Bolsón es terreno hippy es el símbolo de todo: hoy, la identidad turística de El Bolsón le gana al flower power. Bariloche es la Mar del Plata de la Patagonia, y a esa esencia se va acercando El Bolsón.

¿Queda algún sedimento de aquel paraíso natural que albergó, a fines de los ‘60, a jóvenes que creían en la paz y el amor, se oponían a la guerra y a los males que la economía derramaba en las sociedades? Algo de esto late, sí, en ese mágico collage extravagante que reúne duendes y hadas, barrios pudientes y superpobres, mapuches, mafias barriales, terrenos tomados, gauchos que se acuchillan en fiestas regionales, mochileros de todo el mundo, artistas, porteños saturados, mujeres con pelos en las piernas. El Bolsón, adonde otrora llegó un representante de Mahatma Gandhi, ya no es hippy, pero está signado por y erigido sobre esa cultura. Se la reivindica o se la cuestiona, pero no se la olvida. Está en las conversaciones, en la feria de Plaza Pagano, en las vestimentas, en el aroma constante a palosanto, en la trova de Boky Romero, la juventud viajera, las huertas orgánicas.

Bolsón cerrado

Cuando camino a un refugio de montaña, al que se llega tras cuatro horas de caminata, un señor de otro refugio quiere cobrar curitas y gasas para unos pies ensangrentados, sabiendo que los artículos de botiquín son gratuitos, el espectro hippy de El Bolsón está al borde del quebranto. Queda claro qué modelo triunfó. Y cuando un remisero te deja cagándote de frío, de noche, en medio del Piltriquitrón, durante hora y media, y el dueño de la agencia quiere arreglarla descontando 20 pesos del precio, el sueño terminó. La sensación que deja El Bolsón en temporada es que todos están desesperados por hacerse unos mangos. El sueño terminó y en la superficie flotan más Bilbos Bolsón que enanos antiburguesía.

En el Parque Nacional Lago Puelo, Chubut, se acerca un encuestador. Se detiene en una pregunta y avisa que está la opción de no responder. Es la que pretende conocer los ingresos del encuestado. ¿Para qué se van a usar estos datos? Según cuenta el joven, que aparenta no estar muy a gusto con su tarea, y no por el calor, tratan de averiguar el poder adquisitivo de los visitantes para ver cuánto más puede salir la entrada, que está $15.

En la feria de Plaza Pagano, el pote más pequeño de crema de rosa mosqueta no baja de $50. Contiene 60 gramos de emulsión de rosa mosqueta, caléndula e ylang ylang. Hasta no hace mucho, una crema industrial, el triple de grande, costaba $15. “Sale 50 pesos”, dice la artesana. Y al momento de cobrar, pide sesenta.

–Pero acaba de decir que son cincuenta...

–Es que acabo de aumentar los precios.

Cuesta caminar entre tanta gente que, más que consumir, recorre. “Yo ya no compro ahí”, dice una paisana. Cuenta también que antes no cobraban por cocinar algo al lado del río. Y que antes, cuando su madre vendía duendes elaborados con lo que la naturaleza da, la feria era otra cosa. Ahora se distinguen dos tendencias: los artesanos que venden lo inconseguible, pero también hay muchos puestos con mercadería que parece de Once. Y no abundan los Precios Cuidados.

Muchos mitos existen acá

Dentro del mito de El Bolsón hay un sub-mito que tiene que ver con la feria. El documental Hippies en El Bolsón, de Paco Caparrós, revela el origen espurio del acontecimiento más hippón de la comarca: la feria surgió en la dictadura por iniciativa del intendente Miguel Cola, porque era una buena opción para soltar perros que olieran a los drogadictos. “La gente tradicional de El Bolsón no quiere saber nada con los hippies, pero el lugar quedó identificado con eso y todo el dinero fresco que circula en el pueblo es gracias a la feria regional, que es la representación más concreta del paso del movimiento por la localidad”, ha explicado Caparrós.

Todos los mitos caen. Por algo son mitos.

Los mochileros en El Bolsón son tan omnipresentes como los tábanos. Son la reencarnación del sueño que terminó. Antes de ingresar a La Casona, un antro rockero sobre la calle San Martín, el patovica ordena: “Dejen la mochila en la entrada”. ¿Por qué? Los que portan mochilas se llevan todo, dicen. Vasos, papel higiénico. Vamos, muchachos: ¡ser hippy no es privar a los demás de limpiarse el culo!

En la ciudad, más que hippies se ven artesanos y productores. “Hay una comunidad, viven en un barrio. No pagan la luz, se la pagan los vecinos”, cuenta una lugareña, sin precisiones (no hay registros de esta comunidad en ninguna parte). Un rockero que lleva largo tiempo allí insinúa algo parecido: que ya no hay hippies de verdad. Bueno, tampoco hay trotskistas de Trotsky.

Para llegar al Cajón del Azul, una de las joyas de la zona, hay que caminar tres horas y media. Como mínimo. En el trayecto hay que atravesar dos viejos puentes, por los que puede transitar una persona por vez. Están los que van y los que vuelven. Por eso, esta tarde, los paseantes determinan lo siguiente: que pase una persona de cada lado, por vez. Pero, ¿qué ocurre? Chicas hipercargadas, encorvadas y hippies según signos visibles, burlan la moción colectiva. Hay que esperar que pasen tres de un lado para pasar. En su calidad humana, El Bolsón en temporada no es hippy tampoco. No se pueden pedir hippies de verdad, aunque tal vez sí más respeto y pacifismo del que ofrece San Bernardo en verano.

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