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Jueves, 4 de agosto de 2016
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Stranger Things, amistad o nada

La pandilla es el otro

Con gran factura, la primera temporada de la serie de Netflix trae celos, competencia, bullying, amor preteen, bichos feos... lo de todos los días.

Por Luis Paz
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Sábado a la noche, Niceto Club que burbujea y 107 Faunos tocando Pretemporada: “Y esperamos la tormenta trepados a la cisterna”. Sábado más de noche, local rebullido y El mató a un policía motorizado haciendo Mi próximo movimiento: “Ahora estoy arriba de mi casa con un rifle”. Todo lo que podría haber pasado entre medio de esos versos, ese proceso que va de la expectación juvenil de mediatarde pueblerina al apocalipsis total de medianoche, se resuelve maratoneando Stranger Things, gran cosa nueva de Netflix.

En un fin de semana cualquiera, esta serie cuya primera temporada apareció completa en esa plataforma y fue inmediatamente enarbolada y hundida, todo a la vez, como una procesión de huellas y memes ochentistas, parafernalia retro, memorabilia de pasado reciente, nostalgia de lo no vivido o reboot de juvenilia para gente que fue joven hace 20 años, se vuelve actual y local, sea por intermedio de esas canciones, por los libros de la reciente colección Pulp de Interzona o por el sino heredado de los amigotes de Harry Potter. Como un captcha de cultura pop y empalme juvenil, con su ritmo y sustancia se verifica su atemporalidad: amistad, lealtad y supervivencia en época de crisis. Y crisis varias: celos, competencia, bullying, amor preteen, bichos feos, lo de todos los días.

Es 1983 y Mike, Dustin, Lucas y Will juegan rol de tablero, pasean en bici, podrían subir a la cisterna a esperar la tormenta cualquier vez de ésas, van al colegio, mañana les van a salir granos, pasado comprarán un frasco de flores entre todos. Son una bandita tan tipológica como la de Cuenta conmigo o Los Goonies, tanto como cualquier party de videojuego de rol. Tanto como 107 Faunos o El Mató. Tanto como toda pandilla.

Y entonces Will desaparece cuando pinta un monstruo pinta que sale de algo parecido al hongo matrix que Federico Reggiani y Angel Mosquito pusieron en Los visitantes del agujero del comedor, su tira por entregas para la revista Maten al mensajero. Se empieza a pudrir casi todo en un pueblo genérico (como el de The Leftovers o Under The Dome). Y aparece Once, una piba que es mezcla de Yoda con último maestro del aire con la del Quinto Elemento y Lena Dunham de Fringe. Once, Mike, Dustin y Lucas buscan a Will mientras su mamá, alteradísima Winona Ryder, y un temerarísimo sheriff, y algunos hermanos, algún vecino, un padre soretísimo y un bicho que parece uno de los dibujos de Scarfe para The Wall, aparecen y se van, ayudan y perjudican, dan vida a un pueblo tan de R.L. Stine como de Stephen King. Y en el medio, el Gobierno, la Corpo, los Tipos Malos con Traje, las combis con ploteados falsos y los complots verdaderos, los biopeligros y la Guerra Fría. Y ahí es cuando todos estos guachines adorables, impecablemente elegidos, sinérgicos y despelotados, podrían subir al techo con un rifle. O gomera.

Con ocho episodios adictivos de 50 minutos, la entretenida, inquietante y soberbiamente lograda (Netflix lo hizo de nuevo) serie de los Hermanos Duffer (es su apellido, no otra referencia pop a Los Simpson) es también sintomática del archivo cultural permanente e inmediato, internet: según en qué cajón generacional se esté, o se parece demasiado a muchas cosas y es una cagada, o por eso mismo es una genialidad. Vos fijate, andá, mirá, flashá, indagá cuadro por cuadro, reconocé canciones de Joy Division, navegá en la dimensión desconocida, teorizá universos paralelos y reaccioná cuando el que hace bully se mee encima. Stranger Things es una balanza también. Mide la edad, la propensión fantástica, el amor por la aventura. Lo mismo que las canciones de El Mató o los Faunos.

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