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Jueves, 29 de mayo de 2003
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CONVIVIR CON VIRUS

Por Marta Dillon
Entre tanta noticia institucional y el sol del 25 alumbrando las esperanzas populares, hay un dato que ha pasado desapercibido: los presos de la Unidad 2 de Villa Devoto están en huelga de hambre desde el lunes. Es posible que, aun no habiendo tantas novedades, la huelga hubiera pasado inadvertida de todos modos; en definitiva, la cárcel sirve para eso. Para aislar a unos de otros, para depositar a los que no encajan en algún lugar lejos de la vista y el interés de los comunes. La ley dice otra cosa: dice que la pena de encierro debe servir para favorecer la resocialización de los que han cometido delitos, para que una vez cumplida la pena puedan convertirse en ciudadanos plenos. Pero nada más lejos que la realidad de la ley escrita. Las cárceles son simplemente depósitos humanos en las que no se vive si no apenas se sobrevive a la lógica del más fuerte, en la que lo único que se aprende es a delinquir, a odiar, a saber que aun a ese infierno se puede sobrevivir y entonces ya no importa volver una y otra vez porque afuera todo lo que se puede hacer es correr tras el sueño fugaz de cometer un hecho que los salve. ¿Qué otra cosa podrían hacer quienes padecen las arbitrariedades de un poder absoluto que decide sobre su vida y su muerte, sobre sus amores, sus vínculos, lo que se come, lo que se lee y con quién se convive? Cualquiera podría decir que ellos –los y las presos/as– se lo buscaron. Qué sé yo. Las cárceles están repletas de personas pobres que perdieron toda oportunidad antes de tener uso de razón, la mayoría conoció el encierro en institutos de menores y desde entonces saben que eso de la reeducación o la educación lisa y llana no existe para quienes por haber cometido un delito quedan estigmatizados de por vida. Y lo peor es que para muchos, para más de los que la sociedad en general llega a enterarse alguna vez, la vida se termina adentro. El vih es epidémico dentro de las cárceles –en las que la violencia sexual es un hecho conocido– y la atención médica es pobre y muchas veces indiferente. Hace unos pocos días, alguien me escribió contando la situación de su esposo detenido en Devoto, en la fase terminal de su enfermedad, a quien no sólo no se le permitía ir a morir a su casa sino que el jefe del hospital penitenciario le dijo a su mujer que en ningún lugar iba a estar mejor que allí. No sé si el muchacho ya murió en su encierro, cuando su mujer me escribió ya estaba en coma profundo. Esa es una de las razones de la huelga de hambre de los presos de Devoto. La otra son los indultos que se concedieron a los presos políticos. “¿Por qué no nos miran a nosotros también?”, dicen los presos en su petitorio. ¿Por qué a los genocidas se les concede el beneficio de la prisión domiciliaria sólo porque tienen más de 70 años, cuando las cárceles están llenas de viejos y enfermos terminales sin ningún privilegio?

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