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Jueves, 4 de noviembre de 2010
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militancia de velorio

Crónica de un sepelio

Por Julia González

¿Diecinueve cuadras de cola? No había chance. Además, a la noche tenía un cumpleaños al que no podía faltar. Las primeras cuadras se caminaron solas, casi. Algunos desistían, pero llegaban otros. Un chico contaba que en su oficina menospreciaban los últimos hechos irrefutables. “No sabés qué caliente que estaba –se indignaba– ahora se la van a tener que morfar esos gorilas.” La mayoría de los restaurantes que atendían sobre la Avenida de Mayo dejaban pasar a los manifestantes al baño. ¿El más concurrido? McDonald’s. Adelante había tres chicas y una de ellas, que trabajaba en un sindicato, había tenido la misma sensación de vacío mientras estaba en su casa. Por eso llenó el termo de agua caliente y se vino. Otra señora de pelo blanco volvía a dibujar aquél julio lluvioso del ‘74 con la muerte de Perón. Decían que esta vez estaba mejor organizado y que incluso había más gente. Las horas pasaban como si fueran minutos. Se hizo de noche. Se levantó viento dejando en los hombros de esos miles de hombres y mujeres, pibas y pibes, los frutos de los plátanos que se metían en los ojos y excusaban alguna lágrima. Los viejos seguían parados, al igual que las familias y las madres con los nenes dormidos a upa. Las viejas con los pies hinchados caminaban y esperaban. Llegamos a estar dos horas parados en Avenida de Mayo al 500. Pero nadie se quejaba. Era un hecho el faltazo al cumpleaños. Me dejé llevar, no sólo por la masa del pueblo, sino por el sentimiento de amor e igualdad que flotaba. El “andate Cobos, la puta que te parió” nunca mermó a pesar del cansancio. Y a las 12 en punto se cantó el Himno muy fuerte. Se hicieron la 1, las 2, las 3. Hasta que entramos en la parte vallada de la fila. La recta final. Había que ponerse cada tanto en cuclillas porque la cintura protestaba. Faltaba una cuadra para entrar al Salón de los Patriotas. Ahí estuvimos dos horas más, apretujados. Todos querían entrar. Algún vivo se colaba, pero la conciencia de la mayoría pidió paciencia y respetó. Todo un símbolo. Estaba en cuclillas y exhausta, cuando los policías nos hicieron pasar en fila de a dos. Los granaderos como estatuas de cera, tan sanmartinianos, qué imponencia. Y qué impotencia tantas coronas, el olor a claveles se mezclaba con el silencio de muerte. Pasamos caminando al lado del cajón, y esos segundos cargados de historia justificaron las once horas de espera. Saludé con la mano a su hermana Alicia, miré de reojo a Amado Boudou y seguí caminando. Cuando dejamos el Salón de los Patriotas, a las 5 de la mañana, nuevamente volvieron los claveles y las banderas y las cartas y el canto de los pájaros. Estaba lloviendo. Y esa madrugada, a pesar del cansancio, costó dormirse.

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