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Jueves, 6 de febrero de 2014
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La Poderosa

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¿Qué habrá pensado el Che esa tarde de octubre en la que tomó la decisión a la sombra de una parra en Córdoba? ¿Sospechó la dimensión histórica que tomaría el viaje que acababa de acordar con su amigo Alberto Granado? ¿O las epifanías son estricto patrimonio de la Biblia y las poesías? Estaban charlando, entre mate y mate. Entonces, el Che aún era Ernesto, rosarino que estudiaba Medicina en la UBA. Pero sus inquietudes no se agotaban en la vida académica. Había algo que lo llamaba de adentro, eso mismo que lo llevó a recorrer el norte del país en una bicicleta a motor. “¿Y si nos vamos a Norteamérica?”, le dijo Granado, que tenía una moto Norton ES2 de 500 cc, con un cilindro, cuatro tiempos y 29 caballos de potencia. En condiciones óptimas, superaba los 150 km./h. “Para no comprometer nuestro prestigio, quedamos en anunciar un viaje a Chile”, escribió el Che en una bitácora de viaje (devenida en los célebres Diarios de motocicleta), sin saber que en su letra estaba trazando el destino final de la moto.

El Che tenía 23 años y todavía le faltaban once materias para terminar la carrera. Granado, un poco más grande, se había recibido de bioquímico. Partieron el 29 de diciembre de 1951. “El viaje fue seguido de acuerdo con los lineamientos generales con los que fue trazado: la improvisación”, escribió Guevara. Llevaban de todo: mantas, ropa, lonas, sogas, cadenas, palas, picos, calentadores, batería de cocina, incluso armas. Era tal el peso del equipaje que muchas veces se caían, lastimando seriamente la maltrecha Norton. Según los especialistas, esa moto (que llevaba el nombre de La Poderosa) no era el vehículo ideal para transportar a dos personas con semejante bartulaje en rutas sin asfaltar. La explicación técnica es que tiene un chasis rígido y la suspensión delantera en paralelogramo.

La Poderosa los llevó desde Córdoba a la costa atlántica, y de allí a Chile, cruzando la Patagonia. En cada lugar donde paraban ofrecían sus servicios en medicina a cambio de comida y asistencia mecánica. Lo primero alcanzaba para llenar la barriga y lo segundo estiraba la agonía de una moto afectada por la hostilidad de los caminos y su impericia, sobre todo la del Che, incapaz de emparchar una rueda sin morder la cámara en la reposición, error habitual del motero ansioso. Dos meses después de haber comenzado el viaje, La Poderosa tuvo un triste final, estrellándose contra unas rocas, luego de que el Che rompiera los frenos tratando de esquivar unas vacas que se le aparecieron doblando una curva cerrada a toda velocidad. Los tripulantes se salvaron, no así la extenuada compañera, que murió hecha chatarra oxidada en la ladera chilena de la Cordillera.

Guevara y Granado siguieron a dedo, trepando hacia Venezuela. En el periplo, descubrieron una realidad de América latina que no enseñaba el revisionismo positivista de los manuales escolares: las desigualdades profundas, la explotación de las multinacionales y el saqueo de recursos naturales. El Karl Marx de El Capital se encontraba con el Peter Fonda de Easy Rider en un refugio de las barbas del Che. Después del viaje (que duró seis meses y 12 mil kilómetros), volvió a Argentina, se recibió de médico y encaró un segundo periplo —ya definitivo— que lo conectaría con Cuba, dando inicio a una historia ya conocida.

¿Cuánto habrá tenido que ver su vínculo con la moto en el desarrollo de su nueva personalidad? ¿Hubiese sido lo mismo sin ella? Las respuestas son muy obvias. Hoy, la llamada “Ruta del Che” recorre 50 de los pueblos y ciudades que fueron parte de aquel viaje. Muchos lo hacen en moto, partiendo de Alta Gracia, donde está el Museo del Che, y siguiendo hacia Siete Lagos, Temuco, Valparaíso, Atacama, Cuzco, Machu Picchu, el Camino del Inca, Lima, Iquitos y el Amazonas. Todos buscan lo mismo: encontrar la huella de la libertad que dejó el Che Guevara, tal vez el primer motero panregional.

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