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Domingo, 14 de septiembre de 2014
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Una artista elige su pintura favorita: Laura Códega y El gaucho verde, de Raúl Russell

IDILIO CRIOLLO

Por Laura Códega
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El cuadro estuvo en mi casa natal desde mi niñez, siempre me pareció extravagante ese gaucho verde.

Yo pensaba que era el retrato de un viejo que vagaba por las calles del pueblo en aquel entonces. Un viejo al que le decían el Viejo de los Siete Trapos y al que veía de vez en cuando con su barba larga y sus ojos empañados.

La historia del Viejo de los Siete Trapos era un icono del municipio, un linyera que deambulaba solitario las aceras anchas y plateadas, vestido con siete ponchos, a cual más roído, en distintas escalas del gris y el marrón.

Yo creía que cada lugar debía tener un Viejo de los Siete Trapos, pensaba que no era una persona única sino un género de hombres mayores con barba desarreglada y vestidos con siete harapos uno encima del otro.

Hace poco –bah, no tan poco, unos diez años habrán pasado– que supe que el viejo murió. Me dio tristeza. Su mito iba envuelto por la leyenda que había sido un abogado de éxito y que su familia entera había perecido en un accidente. Y desde ese momento él había dejado todo para irse a vivir a la calle como un croto. Me daba una mezcla de miedo y respeto, lo asociaba a esa otra figura que acechaba en las periferias, el Cuco. Pensaba que el Cuco tenía que parecerse a alguien que encontrara sosiego en callejones escarpados, en divagaciones. El Cuco vivía en un callejón sin salida, en el interior de mi placard y también en el cuadro.

Había otros personajes que también me intrigaban a esa edad y que veía representados en El gaucho verde. De lejos los escuchaba nombrar y los imaginaba. Tendría nueve años, yo, en esa época. Por la televisión me había enterado de la existencia de Juan Moreira. Y pensaba, creía, que Juan Moreira, el Cuco, el Viejo de los Siete Trapos y El gaucho verde eran la misma persona.

El gaucho verde está pintado en una sencilla hoja de cartulina, el verde parece ser lápiz y marcador. Pintura blanca (como témpera) fue usada para aclarar algunas partes. El marco está roto, supongo que por el tiempo, hecho golpes. Efecto de la mezcla entre povera y pop, el verde convierte al viejo en joven y hasta se diría lo pone un poco sexy. Un gaucho verde... ¡a quién se le ocurre! Los gauchos son marrones, negros, ocres, sepia, pero nunca verdes. No sé por qué el artista lo hizo así. Quizá se inspirara en la serie de televisión El increíble Hulk, transfigurando en el vaquero los poderes y habilidades del superhéroe. O quizá simplemente no supo encontrar el tono merecedor de esa piel curtida.

El gaucho verde fue peregrinando por distintos lugares de la casa, como todos los cuadros que por diversos motivos no accedían al bienestar del living, desperezándose cada mañana en algún rincón olvidado, vagabundeando por las habitaciones en penumbras, los cuartos periféricos, peleando con viejos muebles la batalla de la intrascendencia. Rezagado, El gaucho verde pasó un tiempo en el pasillo que llevaba al lavadero. Recuerdo la luz de las once de la mañana pegando en el cristal del cuadro, haciendo resplandecer el fulgor verdoso al son de los gorriones que anunciaban cantando la proximidad de la hora del almuerzo. Luego pasó otra temporada en el cuarto del freezer, ahí junto a una Gioconda de imitación. Yo gustaba de ese ámbito fresco y oscuro. Luego encaró una mudanza a la escalera, junto con otros objetos de índole regionalista, y actualmente está en el corredor donde se aposta casi a la intemperie mirando el llano, mirando el viento entre otros dos gauchos: uno, fotografiado, que descansa ahora en tonos azulinos; el otro, como Dios manda, muestra arrugas de carbonilla sobre el alto gramaje del papel.

Raúl Russell, el artista que pintó y regaló el cuadro a mi familia, era también profesor. Hoy, un colegio lleva su nombre y eran famosas las escenografías que hacía para las carrozas en el Carnaval.

Hay muchos cuadros de él en la casa, la mayoría de gauchos, pero éste es el más insomne y el más loco, el más croto de los gauchos con el que mantengo un idilio criollo.

Hasta el 26 de septiembre puede visitarse la muestra Tótem Tabú, de Laura Códega y Malena Pizani, con curaduría de Hernán Soriano, en el Fondo Nacional de las Artes, Alsina 673.

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