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Domingo, 30 de noviembre de 2014
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Un fotógrafo elige su foto favorita: Eduardo Carrera y Theatres, de Hiroshi Sugimoto.

LUZ DE SALA

Por Eduardo Carrera
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Los guardias miran de reojo. Algunos se sientan y otros permanecen de pie (los sentados son más interesantes). Uno debe hacer como si no estuvieran. ¿Qué pensarán? ¿Qué será de sus vidas? Estoy en una muestra de fotografía contemporánea. A finales de los noventa las fotos son invariablemente grandes, incluso enormes. La mayoría en color. Recuerdo la primera impresión, abrumadora, de la sala; se me olvidó el año exacto de la exhibición. Ayer llamé al Museo de Arte Moderno de Buenos Aires para preguntarles. Tampoco ellos se acuerdan.

Uno sobrevive a la adolescencia un poco de casualidad. Yo fui un chico-bomba, como todo el mundo. A los veinte tenía un trabajo de señor grande. Sabía lo que quería. El futuro era un lugar al que estaba ansioso por llegar. El futuro era inofensivo.

Unos años después, cuando entro al Mamba, sigo siendo un sobreviviente, pero ya no tengo el trabajo de señor mayor, ni trabajo, ni futuro. No sé lo que quiero ni me preocupa ese tipo de cosas. La novedad es que llevo un tiempo sin despegarme de una pocket. Uso rollos vencidos que me regalan.

Y ahí voy, llegando puntualmente tarde a mi encuentro con la fotografía.

Recuerdo que me detengo en lo que parece la foto de un cielo estrellado, casi astronómico. Es una foto vertical y desmesurada, maravillosa. Nunca se me hubiera ocurrido. No es que ahora yo sepa mucho, pero entonces apenas conocía a los grandes fotógrafos. He visto el trabajo de Nan Goldin, porque es obligatoria (y luego se volvería una influencia algo devastadora, aunque la culpa no es suya). Y a tipos como Cartier-Bresson, porque no hay casi modo de ignorarlos.

Rodeo la sala, ya para salir. De pronto, Sugimoto. A la vuelta de un panel. Un par de fotos ni siquiera muy grandes, en blanco y negro. Son fotos de salas de cine vacías, escenarios y butacas iluminados por la pantalla centrada y en blanco. Esa luz llega hasta mí ahora mismo, todavía.

Las fotografías de Sugimoto ocurren en tiempo real. Las otras fotos desaparecen. El museo desaparece. Los cines de Sugimoto parecen estar ahí desde siempre. Recuerdo el silencio.

Las rotundas simetrías, la escala monumental de los cines de Norteamérica, la austeridad del lenguaje fotográfico y la ornamentación recargada, fantasiosa de las salas: belleza estatuaria que me flecha, sin dudas, pero no es todo. Lo sé en ese mismo momento, sin pensar en eso. O pensándolo, pero de un modo ligeramente impersonal, como un sensor, procesando la información sin juzgarla.

Quiero ser completamente sincero: no estoy seguro de que exista eso de tener un antes y un después de una obra de arte. Supongo que son cosas que uno dice para hacerse el interesante. Para ponerse un poco a la altura de las obras que admira. Ya quisiera. Me encantaría. Lo cierto es que ese día las fotografías de Sugimoto me desconcertaron. ¡Nadie me había avisado de que una foto podía tener semejante efecto! ¡Fotos de cines vacíos! Las fotos menos demandantes de toda la sala, creo. De las pocas en que no tenías que soportar la sombra del fotógrafo haciendo gestos, reclamando el crédito por su hazaña.

Las fotos de Sugimoto son pura evidencia. Lo extraño es que no dejan de ser fotografía de registro, por momentos anónima, quiero decir anónima como una catedral. Fotografía como acontecimiento: no se trata de describir una realidad o contar un hecho, histórico o banal. Tampoco hay vueltas de tuerca o malabarismos de la posproducción. Toma directa. Que no sé muy bien qué significa, pero si alguna vez tiene sentido hablar de toma directa es en relación a los Theatres de Hiroshi Sugimoto.

Sugimoto ilumina la escena con la luz de las películas. Son las historias del cine, convertidas en luz, las que cuentan el espacio esencialmente compartido de los cines vacíos. Después leí que Sugimoto practicaba el zen con sus fotografías. Conocí sus dioramas, sus estatuas de cera, sus mares parcos e infinitos. Aprendí que su técnica y sus procesos eran analógicos y artesanales.

Después, bajo el influjo del maestro Sugimoto y de otros más cercanos, incluso vecinos, como Marcos López, me dediqué a hacer fotos.

Pasaron los años. Hubo un tiempo en que me distraje haciendo cosas de lo más extrañas, como levantar una casita en medio del campo. Siempre estuve, como los guardias, dentro y a la vez fuera del espacio del arte.

A veces pienso que mis fotos deberían tener más aire, más riesgo y despreocupación. Ser más ajenas. Como papeles que se agitan con el viento. Se me ocurre que si hago fotos distintas, tal vez yo también cambie. Quién sabe. No pierdo la esperanza.

Ahora trabajo en la maquinaria que produce, administra y acelera la circulación de fotografías en las pantallas. Hago y encargo fotos, busco, edito, pego, siempre de urgencia; en la máquina se persigue el sentido a los manotazos, como si entráramos a todas las curvas pasados de velocidad, siguiendo el instinto, cruzando los dedos, al borde del derrape o derrapando, siempre.

Es importante tomarlo con humor. No hacer tanto caso del conteo de clics. Agradecer el raro privilegio de estar a bordo de la máquina que produce y trafica imágenes. Aunque sea prendido con un clip.

No tuve que demoler los cines de Sugimoto. Me siento cerca de la chispa que encendió el fuego. Y ahí voy. Va conmigo la línea de tiempo como un punto suspendido en el espacio. Ahí vamos, como los aviones en el cielo gris del autocine. Dejamos un rastro, sin darnos cuenta, sin poder evitarlo.

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