Muchas obras me conmovieron y me conmueven, pero hay un momento y un lugar suspendido en mi memoria, una cicatriz que marca mi relación con el arte y con mi propio trabajo como artista.
No crecà rodeada de libros de arte, ni tampoco visitaba museos los fines de semana. Si bien en mi familia existÃa una tradición artÃstica –mi bisabuelo era arquitecto–, en mi casa el arte no tenÃa una presencia determinante. Aunque recuerdo que me gustaba mucho dibujar, tanto que tal vez por eso, a los 7 años, mi abuela me regaló clases de dibujo. Teresa Allaria, la profesora, venÃa al comedor de mi casa por la tarde. Me proponÃa una idea y simplemente yo dibujaba. Ella me acompañaba, me guiaba, estaba conmigo. Las clases eran sencillas, pero aún asà me daban mucho placer.
A los quince ya no tuve dudas. Fue un impacto rotundo y contundente: querÃa pintar. Algo casi fÃsico se impuso, inevitable, y tuve que darle lugar. En ese momento comenzó mi propia historia con el arte.
A los 19 años viajé a Nueva York con mi hermana. Un dÃa fuimos al museo, al MOMA. En una de las salas algo me sorprendió. La presencia fÃsica de las obras se diferenciaba fuertemente de las reproducciones en los libros. De pronto estaba metida en una laguna, suspendida, respirando. La distancia entre la tela y yo era mÃnima. Algo se manifestaba en ese momento, una presencia que permitÃa todo, cualquier sentimiento era posible. No existÃa el lÃmite. Y nada importaba porque delante de mà tenÃa el infinito. Era la sala de los nenúfares de Monet.
Seguà caminando y entré a otra sala. Estaba oscura pero una luz iluminaba cada obra. En la primera me quedé quieta, casi inmóvil. Luego me acerqué, la miré, y me aproximé aún más. Era increÃble. La espesura del óleo tocaba directamente la emoción. Empecé a recorrerla con la mirada, ese cielo cargado, todavÃa puedo verlo. Recuerdo todo. Los cÃrculos azules envueltos en amarillo y blanco. Las pinceladas. ParecÃa que el cuadro iba armándose mientras lo miraba. Brillaba. Los aros que rodeaban la luna, el amarillo de las estrellas, todo en el cielo se movÃa. Una ráfaga de azules iba de lado a lado. ¡Todos esos azules! Algo latÃa ahà adentro. Estaba vivo y era pesado, entraba y salÃa. Movimiento, zigzag, revolución. Me quedé mirándolo largo tiempo. Me di cuenta de que lloraba.
¿Cómo puede ser la noche más luminosa que el dÃa? Brillar asà y ser tan oscura a la vez. Tan densa. ¿Cómo seguir? Si caminaba, todo eso dejaba de suceder. QuerÃa quedarme ahÃ. La sala seguÃa a oscuras pero yo parpadeaba. La luz que salÃa del cuadro era fuerte, y me costaba entender lo que estaba pasando.
Era La noche estrellada de Van Gogh. Seguramente ya habÃa visto esa imagen mil veces, pero me parecÃa estar frente a algo que recién conocÃa. Me demoré en los negros oscuros de los cipreses, esos tonos de verde y rojo. Quietos, firmes, deteniendo un poco el mareo de cielo. Descansé. Recorrà entonces las montañas, los planos horizontales, la tierra. Un paisaje, esto es un lugar, me dije. Hay casas, una capillita, luces prendidas, poquitas. Y luego el cielo, esa ráfaga blanca, avanzaba otra vez. HabÃa una estrella muy grande. ¿SerÃa la luna y lo que habÃa visto antes era el sol? El cielo y la tierra se mezclaban, se convertÃan en una masa homogénea. Volvà al ciprés que dividÃa los dos planos. Se veÃa un poco la tela del fondo, pero mientras iba subiendo otra vez empezaba a achicarse la copa del árbol y volvÃa a caer en el cielo. ¿Dónde estaba? Perdida. Mientras miraba La noche estrellada podÃa sentir mi respiración. Y como algo latÃa ahà dentro, vivo.
Ya sabemos de Van Gogh, de sus terribles estados de ánimo, sus internaciones, sus peleas con Gauguin y su relación con Théo. Se dice que éste era el paisaje que veÃa desde la ventana del psiquiátrico. Pintó el cuadro en un mes de mayo, trece meses antes de morir, durante el dÃa y de memoria. Es una de sus obras fÃsicamente más dramáticas y espiritualmente más trascendentes. Una experiencia que ahora nos pertenece a nosotros, como espectadores. En mi caso ésta fue la primera, un inicio. Fue asÃ.
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