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Domingo, 29 de marzo de 2015
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Un cineasta elige su película favorita. Hernán Rosselli y Nazareno Cruz y el lobo, de Leonardo Favio

ESTA NOCHE ES LUNA LLENA

Por Hernán Rosselli
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Después de que mi viejo se fue de casa, alquilar dos o tres películas de terror por día se convirtió en una rutina por sobre cualquier otra obligación. Una vez que agotaba la grilla dedicada al género corría a hacerme socio de otro videoclub. Por suerte se propagaban por el barrio con la misma fuerza de ese boom inexplicable de las canchas de paddle. Mis favoritas eran las de hombres lobo. Fui fanático de la saga Aullidos, desde la primera gran obra maestra de Joe Dante a los lobos en peligro de extinción de Aullidos 3 –una exótica versión ambientada en Australia que reproduce el parto de una mujer loba según el comportamiento de los marsupiales con insólito rigor científico– hasta que le perdí el hilo en algún momento entre Aullidos 6, cuando desbarrancó completamente. Sin dudas la gran película del género es American Werewolf in London, de John Landis –que gracias a ese gran film un par de años después se daría el lujo de transformar en lobo nada menos que al Rey del Pop en el video de Thriller–, y que vi por primera vez por recomendación de mi abuelo Cacho, fanático absoluto de Lon Chaney Jr., santo y seña de todos los ¡hombres lobo del mundo, uníos!

Cada tanto vuelvo a ver la escena de transformación de American Werewolf en YouTube y me pregunto en qué momento se nos ocurrió que esos tanques contemporáneos chorreando CGI podían reemplazar la fina artesanía de estas películas. Apoyado en el salto de registro y la sobreactuación, la transformación de David en lobo es una fisura en la puesta en escena sobria y elegante de Landis, que juega todo el tiempo a hacer equilibrio entre el terror y la comedia negra. David está sentado en un sillón en su living y lee con esa paz de quien cumplió con su lista de tareas. Probablemente limpió la casa, cambió una lámpara quemada o el cuerito de una canilla que perdía desde hace meses, se bañó, se afeitó, se puso ropa limpia y cómoda, para entregarse finalmente al placer de la lectura. Entonces: la puta luna llena. David tira el libro al piso, se pone de rodillas con la inercia de una marioneta y se agarra los pelos como si estuviese sufriendo un ACV. ¡Cristo Jesús! ¿Por qué?, grita con fuerza. Ese grito desaforado ya tiene algo animal sin que todavía haya mediado efecto alguno. Manos, brazos y piernas se alargan y llenan de pelos. Pascal decía que todos los males de hombre se debían a que no podía estar tranquilo en su habitación disfrutando de su soledad. Se me ocurre que esa escena representa muy bien esa idea. Siempre me fascinó ese aire punk que sobrevuela a la figura del hombre lobo. Ser otro de noche, correr desnudo por el bosque o hacer quilombo en la ciudad, como ese lobo adolescente que interpretaba Michael Fox. Porque a pesar de lo inconveniente y dolorosa que se veía la transformación, para mí ser hombre lobo tenía mucho más de superpoder que de maldición. Me costó entender que ese hechizo de la luna era justamente el precio que el hombre lobo pagaba por su poder con la posibilidad de lastimar a otros, o peor: la posibilidad de lastimar justamente a la persona amada. Esa resaca moral que explotaba tan bien la versión televisiva de Hulk al final de cada episodio. Ese es el círculo vicioso que atrapa a su protagonista. Es lobo porque ama y esa pasión es a su vez la posibilidad de acabar con ese amor. Por eso –y por suerte para alguien transitando la pubertad como yo entonces– las películas de hombres lobo eran generosas en escenas de sexo.

Aunque tengo que reconocer que a los 10 años todavía me excitaban mucho más las escenas de besos que el sexo soft y algo moralista del terror de los ’80. La impresión de realidad de los besos me obsesionaba un poco. El verosímil y la calidad de los efectos especiales dejaron de importarme cuando vi a una mujer atropellada por el Roca y me pareció un muñeco barato –la piel tan blanca, los huesos atravesando la carne en forma absurda, dos bolitas lecheras en vez de ojos–, ¿pero cuánto de deseo real y cuánto de cálculo había en ese beso para la cámara?

Una chica del Nuestra Señora del Huerto intentó mostrarme cuánto, una vez a la salida de la escuela cuando todavía estábamos en la primaria. Fuimos hasta el paso bajo nivel de Temperley, nos metimos en el túnel y me hizo cerrar los ojos, la boca y esconder los labios. Y sobre ese gesto ridículo chupó con fuerza, clavándome los dedos en los brazos y revoleando la cabeza de un lado para el otro. Ese fue mi primer beso, un simulacro e incendio con el zumbido de autos y camiones como banda sonora.

Por eso mi beso favorito de película está en una de hombres lobo. Aunque es un poco injusto llamarla así porque de alguna manera es la película que trasciende al género para elevarse como tragedia. En Nazareno Cruz y el lobo, Leonardo Favio destila todos los tópicos del género, cocina el alcaloide del mito y el folklore hasta sintetizar una droga tan artificial y corrosiva como el paco o como esa nueva que te cala hasta los huesos y deja un tendal de tipos en carne viva por los suburbios del mundo.

Nazareno se acerca a un arroyo donde unas chicas lavan la ropa. Esta noche es luna llena, le dicen entre risas. Pero Nazareno está preocupado porque acaba de ser tentado por el diablo. Griselda, ninfa etérea de la pampa gringa, lo espera sentada en el agua. Y si es verdad lo de las bromas, pregunta Nazareno, ¿me seguirías amando o me tendrías miedo? Griselda se ríe como una boba hasta que Nazareno le tapa la boca con un beso. Succiona, muerde y lame como nunca antes vi o volví a ver en cine. ¿Qué se siente, Griselda?, pregunta una de las chicas, poniendo en palabras mi pregunta de entonces, ¿qué se siente?

Nazareno Cruz y el lobo es la película que mi viejo siempre dejaba en la tele cuando aparecía en el zapping durante de la cena. No importaba si la enganchábamos al principio, en el medio o al final, el efecto siempre era el mismo. Al principio nos reíamos de la precariedad de sus efectos, de su música kitsch y sus actuaciones melodramáticas. Pero solo esos pocos minutos que tardaba su sustancia en apropiarse de nuestro sistema nervioso. Para el final, minutos antes del cierre de transmisión, el himno y la hora de las brujas, nos estremecíamos hasta sentir piedad por el diablo.

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