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Domingo, 26 de abril de 2015
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Una actriz elige su película favorita: Valeria Correa y El luchador, de Darren Aronofsky

LA FIERA DOMADA

Por Valeria Correa
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Los primeros recuerdos de mi fanatismo por el cine son las sesiones de Función Privada en canal 7. Obviamente había algunas para más grandes y otras aptas para todo público, pero por lo general las veíamos todas. Por suerte el cartelito de “prohibida para mayores de...” no aparecía mucho y la mayoría de veces que lo ponían era ninguneado, como cualquier censura post dictadura, era de fachos y había que desestimarlas. Los unos y los otros, Los Pájaros, ET, Top secret y un montón de filmes más que se mezclan entre las ficciones de mi infancia. Pero al tiempo llegó la video casetera –Dios la tenga en la gloria– y empezamos a poder elegir los títulos y los horarios de proyección casera.

Una tarde de angina y aburrimiento me topé con un video que no había visto circular por la casa: 9 semanas y ½. El título no indicaba nada así que la puse. Al principio me fasciné con esa chica rubia, débil y seductora y el chico guapo, malo y encantador. Hasta que aparecieron las primeras escenas eróticas y me di cuenta que estaba en infracción. Adelanté la cinta, seguí viendo un poco más, puse pausa y así seguí según mi conciencia me lo dictaba. Me pasaban cosas que no entendía, la película no terminaba de gustarme y la dejé. Aunque no podía quedarme sin saber el final. ¿Qué pasaría? ¿Serían felices y comerían perdices? Yo no tenía (aún) justificaciones para este relato. Todo eso me preguntaba cuando la escena final llegó y se quedó grabada para siempre en mis retinas. Porque las escenas de sexo me daban vergüenza, no eran para mirar con atención, pero el final sí que me perturbó. Ese final donde ella está guardando sus cositas, llorando, y él le habla por primera vez de su pasado y ella le dice “Ya es tarde” y da un portazo y él se queda hablándole a la puerta y le dice “Te quiero” y remata con un “volvé cuando tengas más de 50”. FIN. Guardé el casete en la caja negra de plástico berreta y juré no contarle mi aventura a nadie. Cajoneé mi experiencia de tercer tipo y me fui a jugar con los PinyPon. Pero además de quedarme con rareza, culpa y calentura, esa frase final se me quedó prendida durante años ¿por qué “volvé cuando tengas más de 50”? ¿Qué espera que aprenda ella todo ese tiempo para que vuelva a él, que no le dice ni te quiero a los ojos?

Pasó el año y era el 31 de diciembre, estábamos en el patio de mis abuelos con mi hermano y mis primos, y todos ellos (más grandes) hablaban con bronca de la película-suceso que no los dejaban ver. Ya era la hora de emancipación visual. El plan era hacer su reclamo “justo”, hacer valer su libertad, como nos habían enseñado. Entonces yo no pude desperdiciar la oportunidad de hacerme la canchera y les conté mi secreto. Ninguno me creía, asi que detallé. Todo lo que sigue, es una de mis anécdotas de sobremesa favorita hasta hoy: mi tío Adolfo me pidió que lo acompañe a buscar a mi prima así cenábamos y llegábamos todos juntos al 1989, con cohetes, pan dulce y chasquibums. Yo tenía 9 años y sólo esperaba llegar a las doce despierta y digna de seguir canchereando con los más grandes. Entramos al living del PH y todos me cantaron “tarara rara ra-taraa ra rara”, el tema de Joe Cocker que musicalizaba el strip-tease mítico. Enmudecí. El volumen subía, el coro se entusiasmaba, yo sólo quería desaparecer.

Hace unos años, me encontré emocionándome con Mickey Rourke en El luchador. Era el mismo actor que me había causado aquella revolución, pero actuando de verdad. Actuando con lo que tiene para darnos, una vida llena de ficción forzada y realidad cruda, con la cara llena de silicona y cicatrices. Un ex galán exhibiendo lo que la vida y la industria habían hecho de él: un monstruo contemporáneo que vuelve al ruedo como diciendo “esto es lo que hicieron de mí, acá estoy: roto”. El que había aprendido algo al llegar a los cincuenta era él.

Hay muchas escenas en El Luchador que me parecen acertadísimas, por ejemplo esa en la que él baila “Sweet Child o’ Mine” con la hermosa Marisa Tomei, o la que los pibitos le tiran piedras al auto y él hace el juego de asustarlos como una fiera, la fiera que es. Pero hay una que me hace mella especialmente. El, nuestro Mickey, está con su hija. Le habla y le pide perdón y le promete amor y él, ella y todos nosotros sabemos que no lo va a lograr entonces dice eso pero a la vez llora, llora y es efectivo y lo que en 9 semanas y ½ hubiesen sido lágrimas de cocodrilo a base de gotitas para los ojos, acá eran lágrimas de estar filmando esta película dolorosa y de estar mostrándose en primer plano con la cara deformada. Estaba actuando, sí, pero usando la verdad emocional para liquidarnos. Acá sí. Acá estábamos todos viendo el paso del tiempo en su cuerpo. Con esa película y esa escena en particular afirmé una vez más mi admiración por los actores que se muestran con lo que tienen, que ponen en juego lo que las circunstancias les dio, que se exponen y logran encandilar generando muchos sentidos a la vez: realidad, ficción, ternura, técnica, compasión, asco, miedo, amor. Mickey volvió con más de 50 hecho un anti sex symbol y otra vez me abrió un nuevo camino de asociaciones, pero esta vez en formato DVD y con la pornografía hecha rostro.

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