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Domingo, 12 de julio de 2015
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Un músico elige su canción favorita: Pablo Krantz y “Suzanne”, de Leonard Cohen

EL AMOR PROFANO

Por Pablo Krantz
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Yo debía tener quince años. Era fin de febrero y regresaba de una horrenda estadía en una aún más horrenda ciudad balnearia junto a mi familia. Me había pasado todo el mes extrañando como un loco cada uno de mis discos, como se extraña a compañeros o refugios perdidos. Y sin embargo, apenas entré a mi cuarto, vaya uno a saber por qué dejé de lado a todos mis grupos favoritos para agarrar ese vinilo cuya tapa me parecía atroz y que mis padres habían traído de sus años en California. Nunca lo había escuchado. Songs of Leonard Cohen, rezaba en el frente; en la contratapa, la pintura de una mujer envuelta en llamas lucía sacada de alguna pesadilla jesuítica o del disco de un predicador guatemalteco: lo menos prometedor que había visto en mi vida.

Para castigarme de alguna manera incomprensible, puse la púa sobre el disco. Al instante, sucedió el milagro. Fue como si hubiera regresado al líquido amniótico (no sabía por entonces que mi madre escuchaba ese vinilo sin parar cuando yo estaba en su vientre y en mi primerísima infancia, en Los Angeles). Puse la primera canción (“Suzanne”) una y mil veces. Todavía recuerdo cómo resonaba por la casa vacía (mis padres no habían vuelto aún y yo estaba al fin solo con mis obsesiones) aquella guitarra suave y al mismo tiempo marcial, esa voz susurrada y cansina –rayos y temblores–, como cuando uno descubre un pasadizo hacia el pasado o hacia la maravilla. Los arreglos (minimalistas, impredecibles, perfectos) funcionaban como un estuche de terciopelo en el que la canción palpitaba como un animal herido y a la vez frío, indiferente. Y sobre todo eso, una poesía descriptiva, vagamente mística, a veces francamente incomprensible, muy extraña para una canción pero que resaltaba y volvía aún más emotivas (hasta diría: acuchillantes) ciertas frases que figuran entre las mejores que he oído jamás en una folk song: “Sabés que está medio loca, pero es por eso que querés estar ahí”; “Y justo cuando estás por decirle que no tenés amor para darle (...), ella deja que el río responda que siempre has sido su amante”.

Dicen (bah, yo digo) que “si tenés misterio, lo tenés todo”, y a mi modesto pero apasionado entender, es esta una de las canciones más misteriosas que andan vagando por el universo.

Me pasé varias semanas escuchando ese mismo lado del disco, sin atreverme a poner otra cosa o a escuchar siquiera la cara B. A pesar de mi temprana edad, yo era ya un aprendiz de erudito musical. Tenía una demente colección de cassettes laboriosamente grabados de programas de radio en la madrugada. Había adquirido centenares de números atrasados de las revistas Pelo, Expreso Imaginario, Mordisco, Twist & Gritos, Pan Caliente... Pero ni una palabra en todos esos venerables papiros acerca de Leonard Cohen. Así que, sin Internet a la vista, muy pronto llegué a la fácil conclusión de que sólo yo conocía aquel disco. Me imaginaba a un pobre cantante desahuciado que había grabado esas canciones y después, ante la indiferencia del mundo, se había vuelto a alguna granja de Arizona a ver pasar los años canturreando entre los trigos.

La escuché cientos de veces y hasta le pedí a mi profesor de guitarra que me escribiera la partitura. Empecé a cantarla yo mismo, en la soledad de mi cuarto, cientos de veces también. Luego, un par de años después, en otra revista (Cerdos & Peces, creo) encontré una nota sobre la banda Birthday Party donde el cantante, Nick Cave, nombraba entre sus influencias a Leonard Cohen. Por ese mismo entonces, en una disquería del Centro encontré (carísimo, inaccesible) su Songs of Love And Hate.

Me invadió una sensación confusa. Por un lado, sentí alivio: no era el único lunático en el mundo al que se le había ocurrido escuchar ese viejo vinilo. Por otro lado, me sentí estúpidamente despojado, como si alguien hubiese dicho que mi casa de la infancia era también la suya o hubiese robado mi tesoro más secreto.

Hoy en día sé que Leonard Cohen es uno de los mayores cantantes folk de la Historia (aunque en Argentina haya sido un ignoto absoluto hasta que incluyeron en 1990 su “Everybody Knows” en una película taquillera). Que esa perturbadora mezcla entre amor profano y misticismo (toda una larga estrofa de “Suzanne” habla sobre Jesús, un Jesús “abandonado y casi humano”) es una de las marcas de fábrica de sus canciones, muy cercana a esas poesías místicas sufíes (Rumi, Saadi, Hafiz) que parecen hablarle a una amada esquiva cuando en realidad se dirigen a la divinidad. Que le compuso “Suzanne” a la mujer de un amigo escultor, que ni siquiera la besó y que efectivamente la damisela estaba bastante, bastante loca.

Pero todavía sigo pensando que se trata de la mejor canción de la historia del Sistema Solar. Y la contratapa del disco me sigue pareciendo realmente atroz.

Pablo Krantz presenta su nuevo CD Vivo en mi cabeza pero con vista a mi universo, el 16 de julio, a las 20, en la Alianza Francesa, Av. Córdoba 946.

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