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Domingo, 24 de diciembre de 2006
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Un artista plástico elige su pintura favorita: Carlos Gorriarena y El grito, de Munch

Aullido

Por Carlos Gorriarena

El grito (Edvard Munch, 1893)

Oleo, temple y pastel sobre cartón, 89 cm. X 73,5 cm., Galería Nacional de Oslo

El grito (Skrik, en su original noruego) fue pintado varias veces por Munch (1863-1944). Expuesto por primera vez en 1893 como parte de un conjunto de seis piezas titulado Amor (donde El grito vendría a representar la fase final, angustiante, de una relación amorosa), suele decirse que estuvo inspirado por la atormentada vida de su autor, quien perdió a su madre y a una hermana durante su infancia y quedó bajo el cuidado de un padre muy severo. En su diario, Munch escribió: “Paseaba por un camino con dos amigos; cuando el sol se puso, de repente el cielo se tiñó de rojo sangre. Me detuve y me apoyé en una valla muerto de cansancio: sangre y lenguas de fuego acechaban sobre el azul oscuro del fiordo y de la ciudad. Mis amigos continuaron y yo me quedé quieto, temblando de ansiedad, sintiendo un grito infinito que atravesaba la naturaleza”. La angustia que describen estas palabras fue plasmada luego en un cuadro, La desesperación, que anticiparía a El grito.

Dos de las versiones del cuadro fueron robadas varias veces. El 12 de febrero de 1994 fue tomado en pleno día de la Galería Nacional de Oslo. Los ladrones dejaron una nota que decía: “Gracias por la falta de seguridad”. A los tres meses, le pidieron al gobierno noruego un rescate de un millón de dólares, pero finalmente fue recuperado por las policías noruega y británica en una acción conjunta. Diez años después, el 22 de agosto de 2004, la versión expuesta en el Museo Munch fue robada a mano armada por dos hombres, que nunca pidieron rescate ni respondieron a la recompensa ofrecida de 97 millones de euros. Nuevamente, fue recuperado el 31 de agosto de este año por la policía noruega.

“Nosotros los supervivientes, no somos solo una minoría pequeña sino también anómala. Formamos parte de aquellos que, gracias a la prevaricación, la habilidad o la suerte, no llegamos a tocar fondo. Quienes lo hicieron y vieron el rostro de la Gorgona, no regresaron, o regresaron sin palabras.”
Primo Levi

Este tremendo acápite del escritor italiano fue escrito sesenta años después de que Munch pintara en la Península Escandinava su célebre pintura El grito.

Vi por primera vez una mediocre reproducción de ese cuadro, sobre finales de los años ’40, en la Escuela preparatoria de Bellas Artes que funcionaba en una señorial mansión sobre la calle Cerrito, a pocos metros de Arroyo.

No me pregunten nada. Yo era un jovencito imberbe que todas las noches llegaba desde un barrio del suburbio. No me habrá resultado fácil pasar del más abyecto naturalismo al “resultado” de varios siglos de desarrollo pictórico.

Por supuesto, lo mismo me ocurriría al enfrentar la obra de Picasso, Matisse, Braque... Años más tarde vi distintas pinturas de Munch en museos de América o Europa.

En 1994 pinto un cuadro que titulo: Recuerdos del siglo XX. Con él intentaba expresar algo de mi siglo convulsionado, siempre amenazado por las luchas religiosas y políticas. En este cuadro, entre otras cosas, desnudos, espejos, banderas rojas, emergía la imagen de El grito de Munch.

En 1999, junto a Jorge Demirgian y Luis Felipe Noé, expuse en el Byrggens Museum de Bergen, Noruega. Luego, por invitación de nuestro embajador Federico Mirré, fuimos a Oslo. Allí, en la Galería Nacional, por primera vez en mi vida, vi la pintura cuya imagen me había perseguido por más de cincuenta años.

En este momento estoy mirando un magnífico afiche que reproduce el cuadro en cuestión y que yo compré en el “bazar” del museo junto a la inflable figura del hombre que grita.

Nosotros, los pintores, solemos ser, ante una obra, mucho menos expresivos que un crítico o un gustador de arte. Ocurre que lo que se ve lo puede explicar cualquiera. ¿De qué vamos a hablar? ¿Del hombre que grita y se lleva las manos al rostro...? ¿Del puente, de la playa, del poniente, del mar? (¿Y esto es todo?...)

Prefiero (en este caso) atrapar la opinión de un artista hablando sobre él mismo: “...pinto para matar la palabra. La vida es constantemente falsificada. El artista vive un secreto que debe manifestar. La pintura no viene de la cabeza sino de la vida. La tela no tiene nada que ver con la razón razonante. Pintar es un intento de alcanzar lo verdadero. En buscar el rostro de aquello que no tiene rostro. ¡Es tan extraña esa necesidad de ver y de hacer ver!” (Bram van Velde, pintor holandés del siglo XX).

Yo creo que El grito está significando un momento en que la subjetividad actúa como un fórceps que ayuda a parir una realidad tan siniestra e insólita como la que se avecina. Para mí Munch es un gigante que aunque de un modo distinto, como Visen, no se deja aletargar por el ritmo de los valses vieneses. Un antiguo adagio dice: La luz come el color, como el color come la línea. Podemos agregar (en el caso Munch) que también la materia come la línea. Y que Munch es uno de los más grandes coloristas de la historia.

Pictóricamente, El grito lo trastrueca todo: el puente indica la existencia de una perspectiva geométrica, pero la perspectiva aérea dice todo lo contrario. Adelante, cercanos al espectador, están los grises coloreados y atrás en el horizonte la máxima violencia colorística de los amarillos y los rojos.

Estamos ante una “realidad” paradójica. Comienzan, dentro del mismo sistema pictórico, a convivir los enemigos.

Esto se amplía cuando el mar (que es una siniestra mancha abstracta) se convierte en mar por contraste con la figuración (pequeños barquitos). Y así de seguido. Plano y volumen. Y un ritmo enloquecedor que transforma todo en una sola cosa. Se trata (en resumen) de la negación del mundo fenoménico.

Y ahora me sorprendo haciendo un análisis formal. Importa lo que Munch dice, y esto es imposible de transmitir con palabras. Porque lo escópico se impone sobre lo óptico.

Ni la mugre ni el tiempo han aminorado esta expresión que no se puede narrar. Esta gran pintura es, como algunas pocas otras, una consecuencia de una relación maravillosa de forma, espacio, materia y color, nada más.

Seguramente Edgard Munch hubiera cerrado la boca frente a su obra.

Muchos años después, cuando un previsible comprador, refiriéndose a una obra de Picasso preguntó: “¿Y eso qué es?”, el malagueño contestó: Eso es eso.

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