Vi Last Days de Gus Van Sant en el Festival de Cannes en el 2005. Venía de ver Elefante —no vi Gerry—, y se me abrió un mundo al ver cómo alguien como Van Sant cambia a algo totalmente opuesto a lo que venía haciendo y se dedica a filmar con un grupo de diez personas y un presupuesto reducido, en total libertad. Se me vino a la cabeza la pregunta de qué es una película. Para entonces la pregunta de si es una película documental o de ficción ya no le interesaba, ya había quedado fuera de tiempo. Y después de ver Last Days llegué a la conclusión de que la respuesta a la pregunta “¿qué es una película?” era: sonidos e imágenes, nada más. Y la construcción de esas dos atmósferas, y ver cómo eso sugiere o crea en la cabeza del espectador la posibilidad de imaginarse o de irse a otros lugares. La película de Van Sant tiene imágenes y un montaje particulares, y sonidos que están recreados fuera de lugar, que no son reales, y que generan un extrañamiento y hacen que uno se olvide de que la película está hablando de Kurt Cobain. Y eso es lo que a mí me interesa hacer: más experimentar sobre este campo que sobre la narración clásica, sobre contar una historia; ya que por más que todo el mundo sabe que Van Sant está contando los últimos días de Cobain, lo que pasa en la película es otra cosa: es como si uno se alejara de ese relato y se metiera directamente en una atmósfera y en lo que hay por fuera y por dentro de su cabeza, con imágenes que están afuera de la lógica en un relato convencional, y donde casi no se habla, se murmura toda la película. Una vez que vi Last Days me pregunté: ¿por qué no arriesgar en serio y hacer algo así? Es decir, salvando las distancias que hay entre Gus Van Sant y yo, que estoy aprendiendo y que tuve la suerte de poder hacer tres películas, nada más. Ver Last Days me dio ganas de tratar de filmar algo diferente a lo que venía haciendo; es algo que también me produce ver las películas de otros directores como Tsai Ming-liang, Apichatpong, Hou Hsiao Hsien, Pedro Costa: gente que está reducida a salas y lugares medio escondidos en el mundo de la distribución cinematográfica, pero que algunos sabemos que existen. Creo que ellos le agregan mucho más al cine que esas películas que meten millones y millones de espectadores.
Hasta que entré en la universidad yo no veía cine. Mi película favorita podía ser, no sé, Harry el sucio. Pero yo siempre digo que hice un master trabajando como cadete en la productora de Nicolás Sarquís, en Contracampo, que durante varios años hizo una muestra en el festival de Mar del Plata en la que pasaba películas de Kiarostami, Sharunas Bartas, Tsai; empezó a mostrar las obras de gente con mucha personalidad y yo me las veía todas. Y empecé a decirme: yo quiero hacer una película que pueda pasarse en Contracampo. Las veía muy diferentes a las otras y a la vez reafirmaba algo que yo tenía pendiente, que era ¿cuáles son la formas de poder hacer una película? Y con ellos yo descubría que había miles de formas, que había un cine de autor, que no lo sabía todo, que no lo tenía todo aprendido, que pintaba un panorama, que le preguntaba cosas al espectador. Y me parece que ésa es la actitud de Van Sant, y que es un valiente: él, que trabajó en Hollywood, pudo salirse de eso y decir “a la mierda con todo: voy a hacer lo que realmente quiero hacer; lo que me sale hacer en la manera en que lo quiero hacer”. No importa si le sale mejor o peor, me parece que si Van Sant pudo dar este paso de honestidad —porque de hecho le va mejor haciendo estas películas que las otras—, ¿por qué no lo va a poder tener una ópera prima o una segunda o tercera película?
Mantener la frescura es básico. Darse vuelta y ver las caras del equipo y sentir que no sabemos muy bien qué estamos haciendo pero que estamos haciendo algo que no lo vimos y que no sabemos cómo vamos a terminar: para mí no hay mejor sensación que ésa.
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