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Domingo, 27 de diciembre de 2009
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La escuela de la noche

Por Diego Levy

Tropezarme con esta foto de Weegee me llamó la atención, y me hizo encontrarle el sentido a la estética que yo estaba buscando.

Fue a principios de los ’90 que un amigo mío me mostró el libro New York de Weegee. Yo no lo conocía, y me deslumbré con esos “fotones”. Se trataba de una época en que no existía, por lo menos masivamente, Internet, ni esta vorágine de imágenes recorriendo las pantallas. Eran días en que la adquisición de una foto se hacía a través del papel y de nuestro contacto físico con el libro. Y esa tarde en que me estacioné frente a sus fotos pude reconocer mi necesidad dormida, y transformar mi mirada, aprendiendo a valorar lo que también yo hacía.

Por esa época ya trabajaba como fotoperiodista, y una de las secciones que cubría era la de los policiales, lo cual coincidía con la temática que fotografiaba Weegee. El espacio de los policiales siempre fue poco considerado por los medios gráficos, nunca había visto ahí una gran foto que me movilizara. De modo que ver esas imágenes me transformaron desde el interior. Me estaba enfrentando cara a cara con un reportero diferente, marcado por una búsqueda personal, que de algún modo se estaba cruzando con la mía. Y eso me impactó mucho y me transformó.

Realmente me costó elegir una imagen favorita de entre toda la serie New York. Todas las fotos en ese libro trascienden el relato: describen una época, rescatan un momento, pintan un paisaje y reconstruyen aspectos que quedan en los márgenes. Weegee me habla de una pasión, no sólo a través de sus fotos, sino también desde su historia personal. El trabajaba como freelance, lo cual subrayaba la importancia que tenía la inmediatez en su trabajo, sobre todo porque debía competir con los fotógrafos de otros diarios. Tenía dentro del baúl de su auto un laboratorio ambulante, para revelar las fotos más rápido que sus rivales. De hecho trabajaba con una radio conectada con la policía, para enterarse antes que los demás de los hechos delictivos, y así ganar con sus imágenes.

Encontrarme en los ’90 con estas fotos me ayudó a revertir mi profesión. Por esa época yo estaba harto del oficio, trabado y decepcionado ante un trabajo tan rutinario. Le había perdido el gusto, ya no encontraba emoción al enfrentarme con un detenido, una manifestación o con el gesto amargado de un político. La fotografía estaba empezando a desaparecer como desafío personal, transformándose en pura imagen sin pasión. Entonces me encontré con este personaje que, cincuenta años antes que yo estaba creando aquellas fotografías tan maravillosas. Y eso me acercó a mi oficio, volver a poner el cuerpo y el alma en mis imágenes. De esa manera nació mi ensayo Sangre. Yo formaba parte de un taller fotográfico con Jorge Sáenz y a raíz de una charla con él, decidí empezar mi trabajo personal acerca de los policiales mientras cubría estos eventos para el diario. Llevaba dos cámaras, una con rollo color para las publicaciones, y otra en blanco y negro para mí, ya que no hubo duda, ni un instante, de que mis fotos debían ser monocromáticas, al igual que las de Weegee.

La imagen que elegí me gusta particularmente por ese preso que no llega a taparse la cara. Son tres hombres, dos cubriéndose con trapos la identidad y un tercero desprevenido, que es asaltado por el flashazo del fotógrafo. Eso me atrae, el gesto del personaje que parece caer en las garras de su depredador. Pero en este caso el que lo acecha no es el policía, sino su propia imagen en manos del fotógrafo. Ese delincuente perdió la batalla no por haber sido detenido, sino por no haber estado atento y perder el anonimato. Fue Weegee quien ganó el combate.

Y soy yo, humildemente, quien lo disfruta, lo admira y lo homenajea.

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