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Domingo, 3 de julio de 2011
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Una escritora elige su escena de película favorita: Luisa Futoransky y las que no se olvidó enseguida

Un cuarteto contra el olvido

Por Luisa Futoransky
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Tony Curtis y Jack Lemmon, vestidos de mujer en Una Eva y dos adanes, de Billy Wilder.

Tengo una memoria rara. No sé contar cuentos. Admiro a los que se acercan a un piano y sin decir ni mu, tocan levantando apenas la vista ante un señor en un podio que a su vez dibuja garabatos en el aire con un palito y todo suena de maravillas. Horas. Apenas vi una película o leí un libro les cae encima una losa; me los olvidé. O sea que si algo o alguien me queda es porque lo tengo incorporado por endovenosa, asociado en forma inseparable a mi respiración. Sé que para mí una película es grande cuando después de la palabra FIN todo el mundo tiene cara de personajes y paisajes de la película. Por un buen rato sigo estando dentro, no se disipa y la comento, la discuto, por o contra, días. Es mala cuando a los veinte minutos me empiezo a revolver en el asiento y no aguanto mis propias nalgas, cabeceo, me quiero escapar, pero el milagro de esa sábana blanca enfrente nos sigue teniendo agarrados a la pata de la butaca.

La elocuente imagen de una pila de zapatos en Noche y niebla, de Resnais.

Inolvidable para mí por ejemplo, el llamado desesperado de la nena Paulette, gritando ¡Michel, Michel, Michel!!! en Juegos prohibidos, de René Clement (1952). Creo que fue la primera vez que fui a una trasnoche. Fue la del Cine Club Núcleo y todo tenía perfume de aventura; los que fuimos a verla y el nombre que la chiquita repetía. La actriz, Brigitte Fossey, que por entonces tenía cinco años, haga lo que haga me sigue contando hasta hoy entre sus devotas. Y cuando las cosas de la vida pusieron en mi camino una persona, parte de la seducción del personaje residió –él nunca lo supo–, en que se llamaba Michel.

Otra, un cine: había que atravesar el túnel de Olivos. El cine, el de la UES en “la Quinta”; dieron Una Eva y dos adanes. Me morí de amor por Tony Curtis y fue la única vez que chillé de histeria –yo creía que era pasión–, cada vez que aparecía en la película.

La pequeña Brigitte Fossey en Juegos prohibidos, de René Clement.

Otro tipo cuya efigie me acompañó más o menos hasta los veinte fue Joseph Cotten. Por bueno e incomprendido. En aquellos años la verdad y el amor siempre, salvo error u omisión, triunfaban. (¿Identificada, rebelde yo?) Una versión contemporánea de seducida total me la ofrece el cafecito cómplice con quien ya saben de Nexpresso, what else?

Para terminar: nunca me niego a ver y rever los 32 minutos más sobrios e indispensables de imagen y texto sobre la desgracia concentracionaria: Noche y niebla, 1955, de Alain Resnais y texto del gran Jean Cayrol.

La del estribo: en el mar terrible de blanco y negro, los tres puntos rojos del tapadito de la nena de La lista de Schindler. Por lo general no repito película, pero esa sí. La emoción intacta.

El abrigo rojo, en la pantalla blanco y negro en La lista de Schindler, de Spielberg.

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