Poco a poco, como se amontonan las hojas sueltas, asà se ha ido armando mi pequeña colección de anónimos.
Algunos conquistaron rápidamente su sitio en la casa, como quien tiene la experiencia de mudarse seguido; otros, en cambio, todavÃa andan desorientados. Quizá no sepa bien la razón por la cual siento por ellos una franca cercanÃa. Su calidad de anónimos no los hace por eso más atractivos, ¡no haber trascendido puede obedecer a tan dispares circunstancias! Me inclino más por pensar que la afinidad con ellos –y tal vez sea su denominador común– es que todos tienen algo de despreocupación, algo fundamental que radica en esa pincelada, una pincelada sin amor propio, como si al levantarse no le fuera necesario ir corriendo a peinarse al espejo.
Ninguno aparenta ese grado de academicismo que tiende a poner ese toque de brillo donde más corresponde. Estos anónimos no edulcoran nada. ¡Tan distintos a mi graciosa minuciosidad! ¡Tan poco pendientes de lo que pasa fuera del cuadro! Cuando los veo, algo del mundo de mis pretensiones se desmorona por completo.
Tenerlos cerca me hace bien, me funcionan como recordatorios.
Uno de ellos es un vaso con claveles. Fui a visitarlo varias veces, preguntaba el precio de otras cosas como para no ser tan obvia. La tercera vez que fui, la señora me preguntó sin rodeos cuánto tiempo más pensaba pasar sin los claveles.
Floreros varios, frutas en fruteras y algún paisaje forman parte de la modesta colección. Sin embargo hay uno, ése sÃ, hay uno que es verdaderamente inclasificable.
Por el tipo de imagen, podrÃa conjeturar que se trata de una figura propia de cierta pedagogÃa ilustrada de manual, ya que aún conserva ese aire aniñado de lo escolar, esa simpleza contundente de lo que se entiende fácil.
Cuando lo encontré me sentà desconcertada, no sabÃa si estaba a ciencia cierta ante un hallazgo o ese dÃa veÃa las cosas con una particular exaltación de la que poco se conserva al dÃa siguiente.
Dudé, le dije al señor que me esperara, que volverÃa. Llamé a mi mamá y le conté del cuadro, estaba indecisa. Ella largó el reto sin titubear: ¡Cecilia, otra vez llenándote de cosas!, ¿qué vas a hacer dentro de unos años? Siempre me hace esa misma pregunta atormentadora.
VolvÃ, porque los pálpitos suelen ser más intensos que los retos. La súbita alegrÃa del señor ahondó mi titubeo.
En la habitación del anticuario no se veÃa tan grande como cuando lo llevé a casa. Apenas lo apoyé en la pared, se comió inmediatamente a todos los otros. Sentà que me habÃa equivocado. Lo di vuelta y estuvo en penitencia durante algunos dÃas. Igualmente ya estábamos, él y yo, bajo el mismo techo.
Esa noche di vueltas en la cama, Nina y Nené también estaban inquietas. HacÃa frÃo y el living se llenó de escarcha. Patiné en la oscuridad y no tuve miedo, cuando quise gritar me salió un irreconocible gruñido, veÃa mis patas hundidas en un charco congelado. ¿También el oso se verá sentado en un sillón con zapatos puestos? ¿También el oso verá mi casa como un still del que puede formar parte por un rato?
Me agarré fuerte del marco, necesitaba una referencia concreta. Vacilé si estaba entrando o saliendo. Se me hizo un blanco. No reconocà a cuál de los dos lados pertenecÃa.
Me aferré aún más fuerte, ¿cómo ser oso polar y no pensar a cada paso que el piso es de hielo?
La pintura que representa un oso polar caminando sobre el hielo fue hallada por Cecilia Lenardón en el año 2009, hurgando en lo de un viejo anticuario sobre la calle Catamarca al 2000, en la zona céntrica de la ciudad de Rosario. Se trata de un acrÃlico sobre madera y sus medidas son de 65 x 95 cm. Integra la colección de pinturas anónimas que Cecilia Lenardón atesora en su casa, compuesta principalmente por bodegones, paisajes, flores y animales que la artista descubre y rescata en sus recorridas habituales por casas de antigüedades. Hasta el siglo XIV las obras de arte eran, casi en su totalidad, anónimas. Recién a partir del Quattrocento (1400-1499) aparece la figura del artista y creador, en detrimento del anonimato. Aquà nace la categorÃa de autor, que continúa vigente hasta nuestros dÃas, y surge la necesidad del individuo de posicionarse como artista, valorándose su firma como legitimadora y distinguiéndose asà de la posición del artesano.
En el terreno del anonimato, al escindirse del peso de una firma, el arte pasa a ser una propiedad social. No posee propietario, por lo tanto puede ser de todos y, en la mayorÃa de los casos, carece de valor como mercancÃa. Es por eso que las obras anónimas tienen muchas veces un carácter popular y al mismo tiempo permiten una intimidad y cercanÃa encantadoras, ese diálogo imaginario con un perfecto desconocido que nos habla desde las sombras, saltando las barreras del tiempo y la individualidad y a quien, exentos de la figura distante del gran genio, nos sentirÃamos tentados de abrirle nuestro mundo doméstico y confesarle toda nuestra cotidianidad.
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