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Domingo, 14 de octubre de 2012
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Un artista elige su obra favorita: Remo Bianchedi y Ser Feliz, de Marcel Duchamp

EL CONSEJO DE UNA HORMIGA A OTRAS

Por Remo Bianchedi
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Viktor Obsatz. Retrato de Marcel Duchamp, Nueva York, 1953

Cuando Duchamp, casi al final de su vida, responde a la pregunta: ¿cuál fue su mejor obra?, quizás no percibió que su respuesta, años después, iba a ser considerada por otros su mejor obra, ésa que solamente resulta de la magia, ese arte sublime que consiste en aliar lo que se sabe con la capacidad de obrar.

Pocas veces Duchamp habla de arte; es público que de muchas de sus obras haya dicho él mismo que no eran arte, aunque las miremos y comprendamos como tales. Es el tono en que hace estos enunciados lo que evidencia el lugar desde el cual está hablando Duchamp. Un ejemplo, cuando a la pregunta ¿cree usted en dios?, él contesta: “No, en absoluto. Es un invento del hombre”, nos importa más saber desde dónde lo dice que si tiene razón o no.

¿Desde dónde se dicen las cosas?

¿Desde el yo freudiano que cuando opina cree con firmeza que está haciendo verdad?

¿Desde el sistema mismo?

¿Hablamos lo que sabemos?

¿Desde qué lugar habla Duchamp cuando habla sonriendo?

¿Se puede ser tan pero tan radical sin gritar, sin golpear?

Sí, creo que es posible, él al menos lo hace.

Sepan disculpar el rodeo pero es lo que trato de hacer, de rodear este bosque que llamo Duchamp, el bosque Duchamp, lugar del origen, del logos, de la tradición que sustenta cada una de sus palabras. ¿El Humanismo, la Grecia presocrática? Seguramente él hubiera contestado que todo está en Roussel. Sin embargo, ésta es también una pista. Roussel escribe obedeciendo a la cacofonía de las palabras y no al sentido que hasta ese momento se les otorgaba; resulta ser la misma operación que fundamenta dar vueltas un mingitorio. Es Diógenes pidiendo al emperador que se corra porque le tapa el sol. No es Rimbaud exento de sentidos; lo que Duchamp hace es encontrar otro sentido, uno que restituya el aire que falta, la respiración, el arte de respirar. “Soy un respirador”, solía decir satisfecho.

¿Sirve de algo decir que Duchamp es platónico, surrealista o dadá? ¿Sirve de algo, y lo pregunto en este momento histórico tan pequeño burgués que nos toca habitar, pregunto: sirve de algo masticar el misterio? ¿Sirve de algo definir la obra de alguien que específicamente decidió mantenerla en el más neutral de los misterios?

En el Renacimiento se consideraba que al revés de la Naturaleza, el hombre primero experimentaba para luego hacer razón esa experiencia. Aunque aún no hable de la obra que da motivo a este texto es bueno saber desde qué lugar hablo. Hablo desde la experiencia Duchamp. Me formé como persona en esa experiencia que hoy transformada en razón me hace libre, libre después del saber que otorga la experiencia.

Más que un maestro, él es un compañero de revoluciones.

La obra en sí es difícil de ver. No está en museos, tampoco en colecciones, o reproducida en libros de arte. En verdad, no se puede ver porque, como toda obra de Duchamp, no es para ver sino para practicar. ¿Practicar qué? Tiro al blanco, por ejemplo.

Claro que en comparación con la silla+triágulo de grasa de Beuys, esta obra de Duchamp, al carecer de cuerpo y de olor resulte algo diferente. El Gran Vidrio que hizo visible lo transparente es también otro sentido, otra obra. Esta, en cambio, transporta más de un sentido, y en vez de concentrarse en un cauce se hace delta, se abre, se expande. Es una obra sin dimensiones previsibles. Uno podría dimensionarla en centímetros pero sería un obrar inútil, sin medida.

¿Qué estilo?

Bueno, podríamos decir en este caso particular que el estilo es el tono. Otra vez, el lugar desde el cual se habla aquello que se sabe. Imaginen ustedes un hormiguero, que lo abren y lo miran desde arriba como un espectáculo; millares de hormigas yendo y viniendo, hablando a la misma vez, nerviosas, y al fondo de todo este cóncavo escenario una hormiga, una sola que habla despacio sin deseo de interrumpir. La voz de esa hormiga es el tono Duchamp, el tono de la obra que comparto, la respuesta de Duchamp.

“El espectador completa la obra”, dijo él una vez. Adhiero: es verdad que el espectador hace de la obra algo suyo, se la apropia al punto que el autor se diluye, desaparece.

En el caso de la obra elegida la responsabilidad del espectador es mayor: hacer con propia mano aquello que la obra propone.

¿Qué propone?

Ser feliz.

¿Qué respondió Duchamp?

Ser feliz.


Marcel Duchamp nació en Blainville-Crevon, Francia, el 28 de julio de 1887. Artista visual y ajedrecista, es considerado uno de los teóricos del arte y provocador vanguardista más importante del siglo XX. Siguiendo la influencia de sus hermanos mayores, Marcel asistió a clases de dibujo en el liceo. En el verano de 1902, con 14 años, pintó sus primeros óleos de influencia impresionista, y a los 16 años abandonó el hogar paterno para instalarse en el barrio parisino de Montmartre. Marcel, al igual que sus hermanos, disponía de una asignación mensual que su padre le daba como adelanto de la herencia. Por aquel tiempo realizó dibujos humorísticos y en 1907 se seleccionaron cinco de sus dibujos en el primer Salon des Artistes Humoristes. Luego de pintar durante los años siguientes con un estilo fauvista, descubrió los lienzos de Picasso y Braque y empezó a interesarse por el cubismo uniéndose al grupo de Puteaux (al que no pertenecían ni Picasso ni Braque) en el que se debatían asuntos muy importantes para la obra de Duchamp: la cuarta dimensión y el arte interpretado por la mente en lugar de la retina. En 1911, bajo esta influencia, Duchamp intentó representar la actividad mental de una partida de ajedrez, en su obra Retrato de jugadores de ajedrez. Tiempo después, en la obra Desnudo bajando la escalera, muestra la idea de movimiento alterando un género con reglas fijas como el del desnudo. Enlaza cubismo y futurismo, cosa que lo distancia del grupo de Puteaux. En 1914, realiza los primeros ready mades, objetos cotidianos separados de su entorno habitual y presentados por el artista como obras de arte. Al año siguiente, Duchamp viaja a Nueva York y se convierte en el centro de la vanguardia artística; allí comienza a trabajar en otra fundamental pintura para la historia del arte, El Gran Vidrio (la novia desnudada por sus solteros). Su compleja imaginería, llena de insinuaciones eróticas, y el empleo de procedimientos aleatorios, como dejar caer trozos de cuerdas y marcar luego las curvas formadas por éstas al caer, ayudaron a cimentar la fama de Duchamp, al igual que sus sutiles comentarios sobre la obra. En 1920 fundó el primer museo de arte moderno, Société Anonyme. A veces, Duchamp asumía una burlesca identidad femenina, con la que se permitía juegos y firmar obras con el nombre de Rrose Sélavy (Rrose, c’ est la vie: Rrose, esto es la vida). Hacia 1935 Duchamp realizó experimentos cinéticos que culminaron en seis Rotorrelieves, los cuales expuso, no en una galería, sino en el Salón de Inventores de París. En 1942 se establece definitivamente en Norteamérica y trabaja secretamente en un cuadro-ensamblaje llamado Etant donnés: 1º la caída del agua. 2º el gas de alumbrado. Fue su última gran obra, que lo mantuvo ocupado durante las dos décadas siguientes. Su existencia no la reveló hasta el fin de su vida, cuando inició gestiones para su traslado al Museum of Art de Filadelfia. En 1966 tuvo lugar una gran retrospectiva, en la Tate Gallery de Londres. Duchamp murió el 2 de octubre de 1968 en Francia. La lápida de su tumba dice: “Por lo demás, siempre mueren los otros”.

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