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Domingo, 20 de enero de 2013
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Un dramaturgo elige su película favorita, Marcelo Pitrola y Los 400 golpes

Un altar pagano

Por Marcelo Pitrola
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Cuando estaba en segundo año de la secundaria, el Nacional Nicolás Avellaneda, ya frecuentaba a los que serían mis grandes amigos en los años siguientes. Casi todos con ciertas –en mi caso difusas– inclinaciones artísticas, empezamos a descubrir y compartir libros, discos, películas, artistas. Uno de nuestros cineastas más venerados era Truffaut, cuyo solo nombre parecía garantizarnos la pertenencia a una especie de logia secreta; su primer largo, Los cuatrocientos golpes, dio comienzo a esa pasión. En verdad, no había grandes secretos en esa logia, sólo nombres que hacían las veces de santo y seña. Ahora pienso que intentábamos diferenciarnos de otros grupos del colegio que eran rockers y más “cancheros” (¡más exitosos con las chicas, claro!), mientras nosotros pertenecíamos a una suerte de “bohemia” que nos proveía al menos de una identidad.

En mi casa se hablaba de cine, pero había una cultura decididamente más libresca que audiovisual. Entonces cultivé la cinefilia (y luego el teatro) como algo mío y en una afirmación de autonomía. El videoclub California, el más grande de Villa Pueyrredón, mi barrio, no tenía películas de la nouvelle vague. De modo que me asocié a uno que estaba en el fondo de una de las galerías de la Avenida Cabildo, llamado El gato –-homenaje a aquella película con Jean Gabin y la gran Simone Signoret–, que tenía una buena colección de cine clásico y moderno. El dueño era un hosco señor de unos sesenta años que peinaba su largo pelo cano en una cola de caballo y mesaba una barba amarilleada por el tabaco. Los viernes pasaba por El gato a la salida de la escuela, y subía al colectivo 114 con dos, tres películas de Tarkovski (todavía tengo los videocasetes de El sacrificio, Solaris y La infancia de Iván que compré ahí), Antonioni, Visconti, Rohmer o, claro, Truffaut.

La fascinación por Los cuatrocientos golpes se convirtió también en amor por esa París de fines de los ’50, adoquinada, sucia, de citronetas, de calles llenas de vida por las que corrían y robaban Antoine Doinel y su amigo. Triste y alegre a un tiempo, esa París parecía estar recuperándose todavía del agobio de la posguerra. Bastante más tarde supe que filmar así una ciudad no era corriente, que Truffaut había inoculado algo del neorrealismo italiano en el cine francés, dinamitando el cinéma de qualité, pero esto fue mucho después. En ese entonces nos cautivaba esa ciudad de grises, blancos y negros, Jean-Pierre Léaud niño adolescente, con su campera a cuadros, despeinado, frágil, irreverente, desamparado. El fanatismo por París fue tal que con Pablo, Juan, Nicolás y Manuel planificamos un viaje al terminar la escuela; para eso trabajé como tipeador y cadete durante quinto año en un taller de diseño gráfico que hacía libros para editorial Planeta. Pero París ya no era la de la nouvelle vague, sino la metrópolis engalanada para el turismo global, demasiado perfecta en sus highlights, aunque en algunas ferias y patios, en algunas estaciones y callecitas olvidadas creímos ver la ciudad de Truffaut y volvimos a amarla.

En una memorable escena, Antoine prepara un pequeño altar en su habitación con una imagen de Balzac y enciende una vela (luego el santuario se incendia y, otra vez, hay escarmiento). Pienso que había algo de esa misma sacralidad pagana en nuestra devoción. Si no hubiera sido una práctica tan ajena a mi crianza atea y anticlerical, habría encendido sin duda una vela junto a una foto de Truffaut. Hoy tengo muchas sesudas razones para valorar su obra, junto con la de otros directores de la modernidad cinematográfica, pero fue la intuición fervorosa de que ahí, en el cine de San Truffaut, había algo importante la que estuvo antes. No puedo recordar una secuencia del cine más repleta de futuro que el travelling final, con la llegada de Antoine al mar después de la fuga del reformatorio. El congelado con la mirada a cámara, además de interpelar al espectador y dejarle en forma explícita la interpretación, condensa en potencia lo que va a venir: la hermosa serie de películas dedicadas al resistente Doinel. Para nosotros esa imagen final del rostro de Antoine también rebosaba futuro. Quizá con la fantasía de convertirme en Jean-Pierre Léaud o en Doinel o en Truffaut, quién sabe, a los dieciséis o diecisiete años me acerqué al taller de teatro que daba Gabriel Jacubowicz, hermano de un amigo, y más tarde fui a estudiar con Cristina Banegas, con quien ya tomaban clases otros amigos. Es que esas conjuras amistosas y esos mitos de adolescencia abren el camino de la búsqueda y del aprendizaje.


Qué me has hecho, vida mía, la obra acerca de la vida de Fanny Navarro, cuya dramaturgia realizó Marcelo Pitrola, se reestrena el 8 de febrero, en La Carpintería,Jean Jaurès 858.

También se realizarán funciones de su obra Diario de incertidumbre durante febrero en el Centro Cultural Borges.


Truffaut era un amante del cine y crítico de Cahiers du cinéma, que a partir de 1954 se lanzó a la dirección. Después de dos cortometrajes y de ser ayudante de dirección de Roberto Rossellini, Los 400 golpes fue su primer largo. La película tuvo un éxito rotundo y fue la carta de presentación al mundo del movimiento de la nouvelle vague francés. El título se refiere a una expresión francesa cuya traducción podría ser “hacer las mil y una”, refiriéndose a todas las transgresiones del protagonista, aunque también juega con el significado estricto de la expresión, es decir, con la enorme cantidad de golpes que la vida propina al personaje. La película es en gran parte autobiográfica, y presenta la primera aparición del personaje de Antoine Doinel, alter ego del propio Truffaut y que interpretará a lo largo de veinte años el mismo actor, Jean-Pierre Léaud.

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