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Domingo, 27 de enero de 2013
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Un artista elige su obra favorita: Adriana Bustos y El sabor de las lágrimas, de René Magritte.

LA PENA EN ESTADO PURO

Por Adriana Bustos
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En el año 1998 fui afortunada y, sorteando mi economía de artista joven, pude visitar la XXIV Bienal de San Pablo. Aquella magnífica edición, que retomó el paradigma antropofágico como eje, curada por Paulo Herkenhoff, me dejó sin palabras y con claros síntomas de verborragia mental. Soy hijastra de un momento de la historia marcado por una proto-tecnología digital: estudiantes de arte que miramos, leímos, estudiamos e incluso hicimos insights sobre “master pieces” de la historia del arte de una manera singular. Reproducíamos esas obras fantasmagóricamente, en hojas tamaño A4, usando precarias fotocopiadoras siempre faltantes de tonner (el oro negro en polvo de los 80). Y cuando teníamos la suerte de que las hojas no se atascaran en los rodillos, debíamos de todas formas completar a mano alzada, por deducción-intuición, palabras o líneas borrosas que apenas se insinuaban en las áreas más curvadas que las costuras apretadas de los libros venían a esconder. Todo lo fotocopiado sufría degradaciones importantes.

Volviendo a nuestra Bienal, contaba con solo tres días para ver, sentir y reflexionar sobre todo lo que apareciera frente a mis ojos. En estos casos, me valgo de una técnica personal que consiste en abrir los ojos, dilatar las pupilas en un fuera de foco para lograr una visión de 180 grados y caminar a paso muy lento y constante. Entonces me es posible capturar aquello que miro. Por alguna razón, algo me detiene y llama mi atención. Así, en la sección de los “Históricos”, fui hipnotizada por los grabados de Goya bajo una luz tenue, oscura y exquisita. Me desestabilizó emocionalmente el olor a ropero de mujer vieja al entrar a la sala de Louise Bourgeois que exhibía, como una anciana ya sin pudor, sus prendas íntimas en roperos enmohecidos por el tiempo. No había tenido en cuenta para nada el sentido del olfato, menos aún si pensamos en el blanco y negro sin escala de grises que ofrecían las fotocopias.

Dispuesta a pasar por alto una sala dedicada por entero a la obra de René Magritte, a quien nunca atendí con particular pasión, fui inesperada y violentamente jalada por una de sus pinturas de dimensiones muy discretas (51 x 37cm). Creo que me tomó desprevenida, justamente por no tratarse de un autor cuya obra quisiera ver de cerca, y juro que fui “mirada” por esa obra y no a la inversa.

El cuerpo de una palomita híbrida surge mimetizado en medio de un grupo de hojas nacientes. Los ojos están cerrados y su cabeza cae dulcemente a un lado como si sintiera pudor por las lágrimas que no tiene. Mientras una oruga horada su pecho de hoja, las alas se mantienen quietas y estoicas a cada lado de su cuerpo. ¿Qué podría cubrir ese fragmento de telón rojo aterciopelado a nuestra derecha y a su izquierda? No lo sé y está bien así. Porque a veces el arte produce certezas en forma de preguntas, un conocimiento que la ciencia descartaría por intuitivo. Creo que tarde o temprano el arte viene a hacer preguntas que la ciencia retoma luego seriamente como respuestas. Tesis o hipótesis que comprobará y enunciará como válidas. Mi certeza ante la obra de Magritte es la imagen de una pena no encarnada. La pena en su estado puro, vehiculizada en un cuerpo tan extraño como el de una paloma-hoja. Respiré la presencia de la obra. Sólo hubo el presente perfecto de un relámpago. Algo en sus proporciones, sus colores inciertos, el marco, algo latió allí como en un sueño. La paloma-hoja me enseñó un misterio, un saber que se parece a un secreto por su carácter confidencial, pero difícil de contar por tratarse justamente de una experiencia: el sabor de las lágrimas.

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