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Domingo, 4 de agosto de 2013
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Un cineasta elige su escena de película favorita: Ariel Winograd y Supercool, de Greg Mottola

LA HISTORIA LA ESCRIBEN LOS QUE PIERDEN

Por Ariel Winograd
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Suele decirse que Judd Apatow es el gran productor de la nueva comedia americana, porque desde su serie Freaks & Geeks en los ’90 ya aparecieron los temas que marcaron la mayoría de las películas que hizo más tarde, como productor, guionista o director. A mí, de sus películas como productor la que más me gusta es Superbad, que acá se estrenó con el título Supercool hace unos años, y en la que yo encontré todo lo que creo que tiene que tener una película. Es una comedia, y tiene mucho de comedia zarpada: tiene la mayor cantidad de chistes de pijas de la historia del cine; están contabilizadas las veces que se dice la palabra “pija” en la película y son como mil. Pero es también –y antes que eso, para contar simple y brevemente su argumento– la historia de tres chicos no populares del colegio secundario, un poco desesperados por perder su virginidad. Pero es todavía más que esas dos cosas, la comedia guarra y la aventura de iniciación adolescente: es una de las películas que hablan de la amistad entre chicos de 13 años con más fuerza y con más profundidad, la historia que más me ha conmovido desde Cuenta conmigo. La vi como 50 veces, y cuando llega la escena final todavía lloro.

En el caso de Cuenta conmigo (que tenía entre otras cosas una banda de sonido absolutamente increíble) había algunas particularidades de la historia con las que yo podía identificarme muy directamente: el suicidio de uno de los protagonistas, que sirve como disparador para todo el relato en flashback. El disparador para mi primera película, Cara de queso, también fue la historia de un chico que conocí en mi infancia, que años después –cuando ya llevábamos mucho sin vernos– también se suicidó. Cuando pasa algo así uno se pregunta qué habrá llevado a matarse a alguien que pudo haber tenido una vida muy cómoda, muy interesante, quizá llena de cosas buenas y posibilidades. Con Cuenta conmigo me conecté por ahí, pero lo cierto es que hay algo más general, más universal de aquella película, como en Superbad, que ambas exploran con una sensibilidad y una profundidad inusual, que es la realidad de tener 13 años; que los 13 son una edad de mierda en la que uno tiene algunos de sus mejores amigos.

Los 13 son un momento terrible para cualquiera, pero cuando uno es un loser nato –como los de mi película Cara de queso, y como los chicos de Superbad–, crece y no deja de recordar lo mal que la pasaba en esa época. Yo hice mi ópera prima desde el punto de vista de los perdedores, que es el más interesante para contar una historia. A los 13 yo era uno de esos chicos, como el protagonista de Cara de queso, que no enganchaban una chica de ninguna manera; uno de esos chicos que veían demasiada tele, que eran fanático de Amigos son los amigos, que no eran deportistas porque querían hacer otra cosa. Que rebotaban una y otra vez con las chicas que le gustaban. En el baile era el que no bailaba. Y no es que fuera tímido: intentaba, y rebotaba una y otra vez: lo mío era persevera y triunfarás, ganar por cansancio. Lo que dije: una edad de mierda.

Y por supuesto que cuando vi Superbad, y me encontré con ese final en el que los protagonistas –esos perdedores natos que eran como había sido yo– finalmente enganchaban, cuando ya no lo esperaban, a las chicas que les gustaban, lo vi como un revancha, y como una esperanza. Encontré un reflejo verdadero de mi propia adolescencia, de aquellos padecimientos imposibles. En ese final, después de la fiesta en la que todo sale mal –pero a la vez muy bien–, los chicos duermen en bolsas de dormir y uno abraza al otro y el otro se deja abrazar. Hay ternura y hay emoción y sinceridad, es un retrato auténtico de esas relaciones. Luego viene esa escena que cada vez que vuelvo a verla siento que crece por todos lados, esa escena que me sigue haciendo llorar mucho, que casi me hace llorar ahora, de sólo recordarla.

Es una escena en la que casi no hay diálogos. Los chicos se encuentran en el centro comercial, cada uno con la chica que le gusta. Y ellos no se animan, y ellas los encaran, y después cada uno se va para un lado distinto, y se miran y se ve que no saben muy bien qué hacer. La puesta en escena está narrada de una manera muy sencilla y a la vez muy contundente, donde las escaleras mecánicas se llevan a uno para arriba y al otro para abajo, y en la mirada de ellos vemos que entienden que están separándose de verdad por primera vez, que éste es el final de una etapa. Acá estamos, parecen decirse, con las pibas que nos calientan, que finalmente nos dan bola, y nos tenemos que separar, y todo queda dicho en sus miradas. Es un proceso de maduración implacable: de pronto entienden que a veces, para que pasen algunas cosas, hay que abandonar otras. Michael Cera es, por esta película y por esta escena, uno de los mejores actores del mundo. El –él y Jonah Hill, y Christopher Mintz Plasse, el chico que hacía del inolvidable McLovin– representa todo esto en Superbad de una manera en que todo lo que ocurre y todo lo que se relata está absolutamente vivo. No pasaba en American Pie, no pasaba en Porky’s: acá son personajes y emociones reales, son como yo con mis amigos a los 13: es esa historia contada desde el punto de vista más verdadero y más emocionante. Es la historia cuando la escriben los perdedores. “La historia la escriben los que pierden”, podría decirse, invirtiendo la fórmula.

En todas las edades la amistad es importante, pero a los 13 lo que tenés es un compañero de ruta, alguien que marca un camino. Yo tengo un único mejor amigo de los 13, lo que no es poco: aunque nos vemos muy de vez en cuando, cada vez que nos hablamos o nos encontramos, al minuto ya es como si no hubiera pasado el tiempo.

Director de Cara de queso y Mi primera boda, Ariel Winograd acaba de estrenar su tercer largometraje, Vino para robar, filmado en Mendoza y protagonizado por Valeria Bertucceli, Daniel Hendler y Juan Leyrado.

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